Prólogo

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Hace dos años...

—¡Estas quemada como un cangrejo, tía! — Me soltó mi amiga Marta sonriendo de oreja a oreja.

Sus ojos pequeños y verdes me recorrieron de arriba a abajo antes de echarse a reír escandalosamente, atrayendo la atención del  grupo de estudiantes que nos rodeaba.

Uno de los profesores nos llamó para asegurarse de que no nos dispersáramos mientras pasaba lista.

—¡He, nos van a echar la bronca!—Advertí a Marta dándole un pequeño empujón.

Abrí la boca perezosamente y di un largo bostezo; apenas lograba sostener en pie mi uno sesenta y cinco de estatura.

Acabábamos de regresar de nuestro  viaje de fin de curso a Barcelona para celebrar que dentro de no mucho comenzaríamos el bachillerato, ahora estábamos en el aeropuerto de Barajas de Madrid. En breve tomaríamos el autocar que nos llevaría de vuelta al instituto, donde nos recogerían nuestros padres para ir finalmente a casa.

Suspiré; echaba tanto de menos a mi familia... Sobretodo a la pequeña Natalia, que había cumplido los tres años hacia paco.
Orgullosamente, guardaba una foto suya en la cartera, donde aparecía riéndose y mostraba un hueco que un diente de leche había dejado en su dentadura, dándole un aspecto tanto infantil como travieso.

—¡Me meeeooo! — Se quejó Marta de repente, estrechando cómicamente los ojos — Beca, cuídame la maleta, ¿sí?— me pidió, sin darme tiempo a responder y dejando tirado su equipaje de un rosa chillón en medio del suelo.

Negué con la cabeza y me agaché, y al hacerlo, vi la cafetería.

«Café», pensé soñolienta. Eche un vistazo atrás ; los profesores parecían estar enfrascados en una conversación seria mientras levantaban los brazos de forma efusiva. Seguramente aquello los llevaría un rato y, por otro lado, el autobús no llegaría hasta al cabo de veinte minutos, así que cargue como pude mi mochila a la espalda y agarre el abrigo de mi amiga junto el resto de sus cosas.

En cuanto llegué a la barra de la cafetería, prácticamente vacía, salude a la camarera de aspecto agradable y uniformada de azul que la atendía y le hice mi pedido: un café con leche con dos cubitos de hielo y mucho azúcar.

—¡Gracias!— me despedí satisfecha tomado el vaso reciclable entre mis manos. Estaba fresquito y olía deliciosamente.

Respire el aroma al mismo tiempo que me giraba.

De pronto, me tambaleé y tropecé con una silla. Todo mi café con leche fue a aterrizar sobre un hombre que estaba sentado sobre una de las mesas. Iba trajeado y exhibía una voluminosa barriga, y había estado hasta aquel mismo instante devorando con gran apetito un desayuno americano a base de fritos y muchas calorías.

El  hombre levanto de inmediato la cabeza y me dirigió una mirada furiosa. Menudo desastre le había causado: además de mancharle la ropa, de la frente le caían unos goterones marrones. Sin saber qué hacer, me mordí el labio mientras él me gritaba cosas en un idioma que, supuse, debía ser inglés.
Agache la cabeza varías veces.

—Lo siento, lo siento— insistí juntando las manos para que me entendiera

No obstante, el extranjero se levanto de su sitio y apuntó hacia su bandeja con un gesto de gran enfado en su cara redonda y empapada. Cogí unas servilletas e intente secarlo, pero el hombre se apartó muy alterado.

Mariposas en tu EstómagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora