Capítulo 130 (Alex)

269 11 0
                                    

—Más de mil cuadros de Picasso están retenidos en uno de esos puertos francos de Ginebra. ¿Me oyes, Alex? ¡Más de mil! Allí, rodeados por aquellas mugrientas vallas y esas frías vías del tren, dentro de sucios contenedores y apilados uno encima de otro, como si fueran piedras que encuentras en la playa y que coleccionas en un bote de cristal, y no obras de arte que valen una fortuna incalculable. ¡Demonios! ¿Es que la gente se ha vuelto loca? —oigo decir furioso a Carlos.

Desde que supo del embarazo de Jess antes del verano y decidió asumir la responsabilidad como padre del bebé, aunque eso le costó la ruptura con Marta, está haciendo un enorme esfuerzo para evitar decir palabrotas. Demonios es una de ellas en su nuevo repertorio de improperios respetables.

Trato de concentrarme en nuestra conversación. Pese a todo lo que Carlos ha dicho, no estoy seguro de que esa sobras de arte estén tan descuidadas como él señala. He leído no hace mucho en El Financiero, un diario mexicano especializado en finanzas, economía y negocios desde 1981, que Georgina Hepburne Scott, una reconocida asesora de coleccionistas, afirmaba que las obras están protegidas en ambientes con clima controlado, casi siempre, sometidas a vigilancia con cámaras y resguardadas tras muros resistentes al fuego.

Aprieto la dentadura al sentir un pinchazo de dolor entre los dos omoplatos al pensar en todos los cuadros que he perdido en el incendio, y no solo porque tendré que rechazar algunas ofertas que ya había cerrado, sino porque ver quemada tu obra o la de otro artista es algo que no se puede aceptar de ningún jodido modo.

«Cuando salen a la luz, las obras están preservadas; no han estado colgadas encima de una chimenea humeante», declaró Hepburne en una de sus entrevistas. Si bien nunca he visto a esa asesora en persona, recuerdo haber escuchado ese mismo nombre en una de las aburridísimas conversaciones telefónicas de mi padre antes del accidente.

—¿Quién sabe? Porque es evidente que nadie, excepto esa gente, puede saberlo —ruge Carlos malhumorado después de comentarle mis pensamientos. Hincha el pecho como un gallito de corral y se recoloca en el incómodo asiento pegado a la pared gris en la sala de espera del hospital donde nos encontramos.

Un barato televisor de pantalla plana difunde un ruido fluido de fondo, y algunos pacientes o familiares de estos lo contemplan con la mirada vacía.

Carlos ha querido arrastrarme a la cafetería para tomar algo, pero yo he preferido mantenerme en la misma planta del hospital que Beca.

—Joder, cualquiera diría que estás hablando de la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones... —digo con un amago de sonrisa.

Carlos suelta una carcajada y me da una palmada en el hombro tan enérgica que solo el orgullo impide que me mueva ni un centímetro. El hijo de perra está tan fuerte como un toro y hay que andarse con ojo. Creo que olvida con demasiada facilidad que todavía ando bastante hecho polvo tras el accidente.

Observo que Carlos vuelve a releer la noticia como si todavía pudiera encontrar algún dato más que se le hubiera pasado por alto. Mientras lo hace, golpea cada vez más ofuscado su muslo derecho con la mano cerrada en un puño, como si aún no pudiera creerlo.

A causa de ello, una huella roja como un tomate aplastado se extiende por la piel cuidadosamente afeitada de la pierna, visible debido a las bermudas cortas de color caqui que se ha puesto para venir al hospital a traerme algo de ropa de recambio, la que le pedí que me acercara de la residencia, donde todavía siguen todas mis pertenencias.

Ha pasado una semana desde que nos trajeron a Rebeca y a mí aquí, como si fuera inevitable mantenerse por mucho tiempo lejos de esta peste enfermiza que se respira en todo el edificio. Y desde entonces, no he dejado de sentir un mal rollo extraño por todas partes, como si una sombra fantasmal se me hubiera subido a la espalda y cada uno de mis pasos fueran vigilados.

Mariposas en tu EstómagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora