Capítulo 47

341 23 0
                                    

En este instante sus pestañas son filos negros sobre el intenso azul de sus ojos e irradian un sentimiento extraño al observarme. ¿Qué está pensando?

Me seco los restos de lágrimas.

—No tienes por qué agradecerlo. Es la verdad—dice apartándome delicadamente hacia atrás.

En actitud reflexiva, Alex resigue con un dedo la silueta de la mariposa estampada en mi sudadera, pasando peligrosamente cerca de mis pechos sin llegar a tocarlos. Al mismo tiempo, con un estremecimiento de incertidumbre, yo no puedo evitar deleitar mis sentidos al contemplar su estómago desnudo levemente arqueado por la posición en la que está sentado. Su piel tiene un color sobrenatural que brilla como una porcelana fina bajo la luz de los focos instalados en el techo.

Ni siquiera la fea cicatriz parece desentonar en esa claridad que desprende todo su cuerpo; él ha conseguido que se la camuflaran muy bien con trazos gruesos de tinta que le dan un toque exótico y sexy.

—¿Pasa algo? —pregunto despacio al cabo de un rato, esperando que mi tono no sea demasiado evidente. Me muero de curiosidad por saber cómo se la hizo.

Una expresión que no logro identificar cruza su rostro durante un instante antes de ser reemplazada por una sonrisa caprichosa.

—¡Eh! No sigas callado —me quejo, retrocediendo para volver a mi sitio y acabarme el plato. Si él no quiere responder, yo tampoco voy aponérselo fácil. Sin embargo, mi reacción parece divertirle aún más.

—Continúas llevando sudaderas. —No pregunta, sino que afirma, como si eso le hiciera mucha gracia—. Creo que empiezo a cogerles cariño.

Algo en la manera en que lo dice no suena a burla, y aun así me pongo nerviosa cuando noto que su mirada adquiere mayor intensidad. Una emoción insaciable la tiñe de forma sobrecogedora, acelerando el latido inseguro de mi corazón.

—Tengo un montón en casa y no me importaría regalártelas todas. Estoy cansada de ellas.

«¡Oh! ¿Por qué narices habré dicho eso?»

—A mí me vendrían muy bien. Podría usarlas para pintar, si de verdad no las quieres —contesta contento con la idea—. ¿Estás segura?

Le miro de reojo. Lo cierto es que estoy muy tentada de decirle que no. Creo que me gusta demasiado cómo le sientan sus camisetas blancas, pero por otro lado no me vendría mal tener una excusa para renovar mi vestuario; y saber que él va a ponérselas es un aliciente demasiado tentador para rechazarlo.

Asiento antes de masticar con deleite la pasta picante. Se forman hilos de queso derretido entre las púas del tenedor y lo que queda en el plato.

Siento que Alex está observándome de nuevo, y cada vez que repito el movimiento me cuesta más sostener el cubierto y no terminar metiéndomelo en un ojo.

«Está haciéndolo adrede», me digo.

En cuanto terminamos de comer sin decir gran cosa, me escurro rápidamente para llevar la vajilla sucia al fregadero y tomar un poco de distancia.

—No hace falta que lo hagas. Puedo hacerlo yo más tarde, Rebeca —dice él a mis espaldas.

—Es lo mínimo que puedo hacer después de que me hayas alimentado —contesto con una risita atragantada mientras abro el grifo y busco un estropajo—. ¿Dónde...? —Alex me lo pasa servicialmente antes de que termine la frase y yo lo tomo rozando sus dedos sin querer—. ¡Dios! —exclamo, en un estallido de sorpresa.

Una fuerte descarga eléctrica acaba de pellizcar mi piel. Casi he podido ver las chispas resurgiendo de ese punto de contacto entre nosotros. Retrocedo.

Mariposas en tu EstómagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora