Capítulo 146 (Alex)

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Cuando abro los ojos, lo único que percibo es cómo la carencia de luz se extiende en el infinito del mismo modo que un puto agujero negro en la galaxia. Cierro los párpados, escucho mi respiración profunda unos segundos, y los abro de nuevo. Nada.

Vuelvo a repetir el mismo proceso, esta vez más rápido. Nada.

Me froto fuerte la cara: no veo nada.

Me tenso.

¡Dios!... ¿En qué tipo de cueva maldita estoy metido?

Comienzo a levantarme y, de pronto, un torbellino de imágenes descoloridas y desordenadas me sacude el cerebro. Caigo de espaldas y, al instante, empiezo a recordar todo lo que ha sucedido. Aquel hombre, el pasillo, Beca...

¡Oh..., mierda! Una desagradable idea se me pasa por la cabeza.

Con firmeza, bajo una mano hasta la entrepierna y suelto el aire que estaba conteniendo en cuanto compruebo que sigue ahí todo el equipo.

—Sigo siendo yo —digo en voz alta, solo para constatar ese hecho.

Por si acaso, me palpo el resto del cuerpo únicamente para asegurarme de que tengo todos los órganos en su sitio y de que no hay ninguna extraña cicatriz reciente. Maldita sea..., por un inquietante momento me he imaginado despertando como Jean-Claude Van Damme con un riñón menos.

Flexiono las extremidades, y al instante estas me corresponden.

—¿Beca? —digo primero en un murmullo tenso y después mucho más alto. Nadie responde.

Hago varias preguntas más con el mismo resultado.

El eco constante de mi propia voz empieza a producirme escalofríos, y me detengo. En su lugar, comienzo a deslizarme por el suelo con las manos por delante, y tanteo alrededor. La superficie es áspera y fría al tacto. Se siente como cemento seco bajo mis dedos, y al cabo de un rato, los pies descalzos me hierven del mismo modo que si estuviera prendiendo fuego con ellos contra la superficie que voy dejando atrás. Me estiro, y suelto un juramento tal que haría poner el pelo de punta hasta al propio diablo en su infierno.

Empiezo a pensar que el golpe que me han dado aquellos cabrones me ha dejado ciego, cuando descubro una pequeña brecha de luz a lo lejos. La única esperanza en este pozo maldito sin fondo.

Me levanto bruscamente y echo a correr. No me detengo hasta que descubro el origen, solo a unos pocos metros.

La luz escapa de los laterales de un rectángulo vertical. Una extraña emoción de añoranza se me clava en el pecho. Doy unos pasos más y me acerco lo suficiente para que se me iluminen los dedos de los pies.

Expectante, me humedezco los labios resecos.

Luego, extiendo las manos con decisión y comienzo a palpar la superficie que tengo delante hasta que doy con una especie de picaporte. Lo tomo y empujo con fuerza.

La puerta se abre de golpe, y lo que encuentro al otro lado me deja perplejo durante unos instantes...

Un niño con el pelo muy rubio casi blanco, que intuyo que debe de rondar los doce años, está sentado de espaldas sobre una silla de mimbre en el centro de una habitación infantil. Este mira atentamente el cuadro que descansa sobre un caballete de madera de haya que hay frente a él.

Con sigilo, me muevo de posición para poder ver mejor el lienzo.

Abro mucho los ojos. La técnica es algo torpe, pero definitivamente es un retrato de mi madre.

Mariposas en tu EstómagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora