Capítulo 134

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Desde que regresé ayer a casa, constantemente he sentido en la boca el sabor amargo de que muchos detalles importantes se me escurren entre los dedos con la facilidad del agua. Por ello, me noto esquiva, distraída y molesta a todas horas.

Suelto los apuntes de clase sobre mi regazo, porque no puedo concentrarme de ningún modo en ellos, y, desde mi sitio en el sofá, contemplo con un sentimiento retraído el salón de casa.

Hace treinta años debió de ser incluso bonito. Ahora solo es un triste eco de lo que fue: cortinas de un blanco desvaído, muebles rayados y sin brillo, paredes salpicadas de gotelé estropeado y techos con adornos florales de escayola.

Agotada, me masajeo los ojos después de leer un tema tras otro durante horas, y luego hago estiramientos de las extremidades. Las rosas que Alex me regaló están dentro de una jarra de cristal con agua junto al televisor. El rojo brillante que tenían los aterciopelados pétalos se ha oscurecido, pero siguen siendo bonitas. Uno de los últimos rayos de sol de la tarde se escapa de la telaraña de nubes del cielo y las ilumina. Sonrío.

El último accidente me ha hecho reflexionar sobre muchas cosas.

Tras la desastrosa cena en la casa de Sofía en Londres, donde Alex reveló toda la verdad sobre la muerte de su hermano gemelo y los negocios ilícitos de la empresa, Sofía no ha vuelto a contactar conmigo, e intuyo que ello se debe a su marido. Ella se equivocó con él al creer que solo era un pobre anciano sentado en una silla de ruedas y al que podía manejar a su antojo.

«No fue mi mujer, Dima, si no yo», había declarado su esposo al final de la cena, con la voz insuflada del poder tajante de un chef que ha dado el visto bueno a un plato que nadie más debe tocar. Aquellas palabras no eran como las de un enamorado en defensa de su mujer. Sonaban a propiedad.

Pero si bien mi padre por fin tuvo la oportunidad de limpiar su nombre después de casi tres años, solo fue un éxito a medias. Los Kirov habían firmado un nuevo acuerdo con él, de modo que la empresa y todos los trabajadores de la misma no salieran perjudicados.

En cuanto a Alex, ir en contra de sus padres después de que su madre descubriera mi identidad durante la cena solo ha abierto más la brecha que ya lo separaba de su familia. Y luego está el antiguo agente de Alex...

Un escalofrío me recorre desde la misma médula de los huesos. Recuerdo el encendedor que guardo en el bolso con forma de El principito.

Fui testigo de lo que Hugh hizo, y ahora parece dispuesto a montar una barbacoa conmigo y mi familia entera a la mínima palabra que salga de mis labios sobre su implicación en el incendio.

Pero... ¿por qué? Hugh es la única persona a la que no puedo llegar a entender ni siquiera un poco, a diferencia de todos los anteriores. ¿Qué provocó que cometiera aquella atrocidad? ¿Por qué llegaría tan lejos como para prender fuego al estudio de Alex, con todos los cuadros y yo misma incluidos? ¿Problemas mentales?¿Venganza?

Me muerdo una uña mientras pienso en el hermano gemelo de Alex, en todas las lagunas que tengo de él, y me pregunto cómo fue su relación con Hugh durante el tiempo en que se hizo pasar por el autor de las obras que pertenecían a su gemelo, y si esta relación acabó mal.

Frustrada, me revuelvo el pelo.

He salido viva por muy poco, pero no tengo miedo, al menos no por mí todo lo que debería, porque la preocupación que me embarga por mi familia es lo suficientemente grande como para no sentirme igual que un flan bailando alguna danza hawaiana. Sin embargo, odio a esa «cara de rata». Odio con todo mi ser a ese hombre sin escrúpulos, y puesto que nunca he odiado a nadie de verdad, no puedo evitar hacerlo de una manera profunda por todo lo que nos ha hecho y porque no paro de preguntarme qué ocurrirá, qué nos hará.

Mariposas en tu EstómagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora