Capítulo 79

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Algo se desliza entre mis pies y, súbitamente, sube por mis piernas provocándome un escalofrío.

—Alex... —murmuro todavía medio dormida. Ha abierto las cortinas y los rayos del sol alcanzan mis ojos cerrados al cambiar de posición en la cama—. Para, estás haciéndome cosquillas —refunfuño, aunque noto que una pequeña sonrisa empieza a extenderse por toda mi cara.

La lengua húmeda de Alex está recorriendo la parte interna de una de mis piernas y me hace estremecer, pero de algún modo lo siento raro y diferente.

De repente, se detiene.

«¿Me ha hecho caso?», pienso anonadada.

Los segundos transcurren sin que nada suceda, por lo que me relajo y trato de conciliar el sueño de nuevo, pero me he confiado demasiado pronto. Al poco, otra vez lo siento volver al ataque muy cerca de mi oreja. Me ha dejado un rastro de saliva por la mejilla y su respiración suena demasiado agitada.

Incluso huele mal.

—¡Alex! —gruño, y le tiro un cojín—. Eso ha sido asqueroso. Lávate los dientes y, por favor, déjame dormir un rato más —le suplico risueña, y acto seguido escondo la cabeza bajo la almohada.

Entonces ocurre algo diferente: recibo un pequeño mordisco en una de las nalgas y, de forma instintiva, todo mi cuerpo pega un salto.

—¡Ay, Dios mío! —gimo dolorida hundiendo la frente en el colchón—. ¡Alex! ¡Me has hecho daño! —me quejo al mismo tiempo que froto la zona afectada.

Inesperadamente, oigo en ese momento el ruido de la cadena del váter y el de una puerta que se abre de golpe.

La sangre se me hiela en las venas y me quedo muy quieta, sin saber cómo reaccionar.

A unos centímetros de mi oído suena un ladrido, y yo me arrimo con torpeza y tan rápido como soy capaz al cabecero de la cama.

El corazón me late a toda prisa desbocado y el cuerpo, lleno de adrenalina, me tiembla.

Un extraño pero hermoso perro color canela, cuya piel se amontona en forma de acordeón, se sube sobre mi regazo con las patas delanteras alzadas y la boca abierta pidiendo cariño.

Es el mismo perro que anoche se lanzó sobre Sofía: Velázquez.

«¿Cómo ha logrado entrar aquí?», me pregunto tratando de calmar mis locas palpitaciones.

El animal me mira con ojos saltones y brillantes y no consigo concentrarme más.

Alex aparece justo a tiempo y agarra a Velázquez, con lo que evita que este me dé un nuevo lengüetazo. Enfadado, le pasa una mano por el hocico.

—No toques lo que no te pertenece, chucho —le advierte con una poderosa voz que me pone el vello de punta.

Velázquez se encoje sobre sí mismo al oírlo, pero cuando Alex se vuelve para mirarme, el animal le muerde la mano, a lo que, sorprendido, Alex lo suelta de golpe con una mueca de dolor. Para cuando quiere darle caza, Velázquez ya ha huido de la habitación a toda prisa.

Por suerte para él.

Alex se queda mirando la puerta entreabierta del cuarto con el ceño fruncido. Entonces caigo en la cuenta de que él acaba de salir del baño y no del pasillo. Alguien ha entrado mientras yo estaba dormida y Alex en el servicio. Y esa persona ha debido de ser la misma que ha dejado pasar a Velázquez dentro.

Un mal presentimiento me recorre el cuerpo y se instala en mi pecho.

Oigo a Alex gruñir.

Preocupada por él, me levanto para examinar su mano herida. Le ha mordido justo la que lleva vendada. Una mancha en forma de arco y con puntitos rojos tiñe poco a poco su vendaje.

Mariposas en tu EstómagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora