8ª Parte - Capítulo 128

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«... de pronto un conejo blanco con grandes ojos rosados se cruzó ante ella. En realidad no había nada de extraño en ello y Alicia no se sorprendió ni siquiera cuando le oyó decir: ¡Ay, Dios mío, qué tarde se me está haciendo! Y aunque más tarde, al recordarlo, le chocó que no le hubiera sorprendido, lo cierto es que en aquel momento le pareció de lo más natural. Y fue entonces cuando el conejo sacó un reloj de bolsillo de su chaleco para consultar la hora, antes de echar a correr de nuevo, y solo entonces se dio cuenta la niña de que nunca en su vida había visto un conejo con chaleco ni, mucho menos, con reloj de bolsillo. Alicia se levantó de un brinco y, muerta de la curiosidad, corrió por la pradera hacia el lugar donde se encontraba el conejo, y llegó justo a tiempo de verle desaparecer por una gran madriguera que se abría al pie de un seto. Y no tardó Alicia en seguirle...»

Alicia en el País de las Maravillas. LEWIS CARROLL

Cuarenta y cinco minutos antes...

Hay alguien parado frente al estudio de Alex. Su pose relajada, aunque firme en los puntos precisos del cuerpo, parece indicar un fuerte dominio de sí mismo y del mundo que lo rodea, una actitud de la que solo pueden presumir los señores de la alta aristocracia del siglo XVIII en las novelas románticas.

Pero no es solo eso lo que me lleva a no delatar mi presencia todavía, no...

Su vestimenta impecable e incluso un poco excéntrica posee un aire como de dandi inglés moderno de quien busca la sofisticación hasta el extremo de destacar. Todo esto y lo anterior hace que opte por ser precavida. Continúo mi escrutinio y observo sus hombros, que no dejan de resultar masculinos, a pesar de no ser muy amplios. Una línea ancha y en diagonal de color granate recorre la camisa azul claro en la parte superior de su espalda, como un tajo hecho en la piel, hasta donde llega peinado en una coleta su lustroso cabello, tan oscuro como las alas de un cuervo.

Un escalofrío viaja por mi espina dorsal.

Trago saliva.

Ajeno a mi examen, el hombre se mantiene con una expresión neutra mientras se apoya en lo que al principio me parece un bastón, pero que al entrecerrar los ojos comprendo que es, en realidad, un paraguas de color café.

Su extravagante comportamiento y la postura que adopta le confieren un aura de misterio y peligro que me produce una oleada de desconfianza.

De repente, el hombre alza la vista al cielo; la mano libre le hace las veces de visera sobre los ojos, a pesar de que el sol está cubierto. Hipnotizada por ese gesto que parece tan natural, sigo su mirada. El techo terráqueo parece casi eufórico con sus irregulares jirones de nubes cada vez más oscuros en movimiento, como si danzaran algún tipo de baile exótico y secreto que nadie más, excepto sus grises nubarrones, igual que amantes, puede ejecutar. El corazón me palpita más fuerte ante la expectativa de que pronto caerá una encomiable tormenta, y no puedo evitar contagiarme de ese despliegue de animosidad, porque a pesar de que los días de lluvia no siempre han gozado de buena reputación entre la gente de la ciudad, para mí hay una pequeña metáfora en las tormentas. Son señal de que algo importante va a ocurrir en cualquier momento, pero también de que algo está a punto de acabar.

De forma inesperada, el hombre se vuelve, aún con la cabeza inclinada, de modo que no me ve. No obstante, me sobresalto un poco al reconocer su nariz aguileña, la cual podría hacerle pasar casi por el mismísimo Adrien Brody de ser unos centímetros más alto...

—¡Cara de rata! —digo en voz alta de manera descuidada.

No me quedo para comprobar si me ha oído. De inmediato me llevo las manos a la boca, me muerdo con los incisivos superiores el labio inferior como si no fuera suficiente y salgo corriendo avergonzada hasta refugiarme detrás de dos contenedores de basura cercanos. Una vez que me he dejado caer poco a poco y sin hacer ruido sobre uno de los lados del segundo contenedor, los ojos se me cierran y trato de captar el sonido de pasos, de respiración; en resumen, de cualquier cosa que pueda delatar que él me ha seguido. Pero los segundos transcurren mientras siento cada latido de mi corazón, que bombea sangre con fuerza por mis muñecas, por mi pecho e incluso por mi boca, y nada sucede.

Mariposas en tu EstómagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora