Capítulo 126

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Marta gruñe, nos lanza una mirada ebria a todos y de golpe, tal como se ha despertado, vuelve a caer dormida como si nada hubiera sucedido. Sin embargo, yo ya estoy que me tiro de los pelos.

Mis palpitaciones son altas, fuertes, profundas. Un caos en medio de otro caos aún más real.

Levanto otra vez la vista hacia mi madre y me encuentro con sus ojos oscuros, que pasan por encima de cada uno de nosotros hasta detenerse en Marta. Se entrecierran lo que me parece una eternidad.

Contengo el aire en los pulmones durante todo ese tiempo.

—¿No vais a entrar? —nos pregunta mi madre casi en un susurro.

Aquellas simples palabras me sacan de mi estado semitaciturno, y no me dejan mucho más tranquila. Mamá lleva puesta la bata vieja de color amarillo limón, que debería haber tirado a la basura hace tres años, y observo que el pelo le cae por los hombros en forma de ondas fantasmales, acentuadas por las canas que está decidida a no ocultar con tintes.

—Sí —respondo titubeante y obligo a mi cuerpo a moverse.

No obstante, cuando al pasar por delante de ella noto lo pálida que está y las ojeras marcadas en exceso bajo sus ojos, me detengo de forma abrupta, con lo que inconscientemente obligo a hacer lo mismo a Alex.

Solo por un poco, Marta no se le resbala del hombro.

Alex no maldice esta vez, intuyo que por consideración a mi madre, pero me lanza una mirada llena de significado.

—Será mejor que la llevéis a la ducha —interviene mi madre, refiriéndose a Marta. Por alguna extraña razón evita mirarme directamente a los ojos, y eso me preocupa demasiado—. Prepararé mientras tanto café para todos—informa, y se marcha hacia la cocina antes de que pueda detenerla y preguntar.

Alex asiente de inmediato casi con solemnidad, y carga con Marta hasta el plato de la ducha. Solo cuando he lavado y acostado a Marta en mi cama, y Alex se ha quedado dormido en el sofá, logro estar a solas con mi madre en la cocina y preguntarle por su salud.

—Estoy bien, hija —responde ella mientras lava las tazas que hemos dejado en el fregadero.

Su voz suena mucho más firme que hace un momento, pero mi mal presentimiento no ha desaparecido, solo se atenúa.

Me sitúo a su lado y comienzo a secar las tazas que ya están limpias, porque sé que no importa cuántas veces le diga que mañana me encargaré de lavarlas yo misma. Lo único que puedo hacer es ayudarla para que el proceso dure menos tiempo.

Mientras ambas trabajamos en silencio en el fregadero, me fijo en sus manos callosas, que se han convertido en sus propias cicatrices de guerra. La prueba de todo lo que ha luchado por nosotros, por sacar a esta familia adelante, y siento el imperioso impulso de abrazarla por la espalda. Ella es la heroína de nuestra casa, aunque se empeñe en negarlo, y me alegro de haber podido ayudar un poco en su tarea durante estos años sin papá.

—Lo hemos conseguido, mamá —murmuro dividida entre el alivio y la emoción contenida. A continuación, la abrazo tal como había imaginado en mi cabeza, como una hija que necesita de su madre, pero también como una madre que necesita a sus hijos.

Su cuerpo se tensa al principio, pero luego se relaja de manera progresiva. Se ríe en voz baja, e intuyo que no quiere despertar a nadie, en especial a Alex, que está durmiendo justo al lado en el salón y podría oírnos.

—Sí —concede mi madre. Ella sabe que me refiero a las deudas—. Tu padre me llamó para contarme todo lo que Alex había hecho por nosotros. Es un buen chico —reconoce. Una oleada de orgullo me recorre por dentro y apoyo la mejilla en su espalda. Ella se seca las manos con un trapo y la noto titubear—. Espero que sus padres también vean en mi hija lo mismo que yo veo en su hijo, cariño.

Mariposas en tu EstómagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora