Capítulo 67

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«¡Respira!»«¡Más rápido!», me digo muy inquieta.

El ascensor ya se ha cerrado cuando salgo al pasillo central de nuestra planta, iluminado por los pequeños focos redondos del techo.

Con una sensación de impotencia que me desciende veloz por la espalda, descargo toda mi rabia y frustración golpeando el ascensor con el puño. Me dirijo a las escaleras de mármol negro, muy desgastadas en el centro, y comienzo a saltar los escalones de dos en dos con las zapatillas de andar por casa aún puestas.

Resbalo peligrosamente en varias ocasiones, pero al final logro llegar abajo.

Cuando casi estoy en el portal, veo a mi hermano salir a la calle. No hay nadie más alrededor. Sin pensármelo dos veces, voy detrás de él y grito su nombre. Al oírme, se detiene y se da la vuelta. Entonces descubro que está llorando.

Es la primera vez, desde que él tenía cinco años, que le veo llorar.

Preocupada, me percato de que tiene el pelo negro desaliñado y las orejas rojas.

De su boca sale un vaho en forma de pequeñas nubes que ascienden hacia el cielo nocturno y se pierden en la oscuridad.

El corazón se me achica.

Parada en medio del portal del edificio, noto que el viento helado me acaricia dolorosamente los brazos igual que un manto de hielo me quemaría y me erizaría el vello de la piel. Acabo de darme cuenta de que ni siquiera llevo puesto un abrigo. No he tenido tiempo para pensar en coger uno.

Los ojos me pican a causa del frío, pero también por la angustia que estoy sintiendo, que recorre mi cuerpo y me sacude de dentro a fuera.

—No me sigas —me advierte mi hermano con la mirada desencajada.

—¡Por favor, Víctor! —digo al mismo tiempo que me caen las lágrimas por las mejillas.

Inmóvil, me abrazo a mí misma mientras mi pecho sube y baja muy agitado y yo contengo una necesidad imperiosa de echar a correr de nuevo hacia mi hermano.

Víctor me observa desde la acera.

Detrás de él, en la calzada, hay unas gruesas líneas pintadas de blanco que indican el paso de peatones; al otro lado, hay un parque con un columpio y dos toboganes; él suele ir allí con Diego y Natalia después de clase.

—Por favor, perdóname —me disculpo, y camino hacia él muy despacio, a pesar de que hace un momento me ha advertido que no lo hiciera.

—No lo entiendes —grita Víctor, que me da la espalda y comienza a cruzar el paso de cebra.

—Víctor —lo llamo de nuevo con paciencia, y estiro una mano.

Él me ignora.

Cierro los ojos un instante y dejo caer el brazo, con los dedos agarrotados por la tensión.

—Hace dos años dejé de entender muchas cosas, Víctor. De lo único que estoy segura es de lo mucho que os quiero a ti, a mamá, a Diego y a Natalia. Os amo muchísimo y lo daría todo, hasta mi propia vida, para que vosotros fuerais más felices y olvidarais lo que pasó. —Hago una pausa y me seco la humedad de los ojos—. Para que este sufrimiento solo fuera mío —digo muy seria, vertiendo todas mis emociones en la voz—. Me había prometido que no os haría daño y ahora siento que hoy he roto mi promesa de la peor de las formas. Me siento muy mal, Víctor.

Por fin, mi hermano reacciona y me mira por encima del hombro con una aplastante tristeza que me desborda.

Ahora ya no parece enfadado: creo que comprende mis palabras, pero todavía no puedo asegurarlo.

Mariposas en tu EstómagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora