Capítulo 132

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En el instante en que veo entrar en la habitación a Hugh con su prominente nariz de Adrien Brody precediéndole, pierdo la voz, como si una repentina corriente de aire se la hubiera llevado consigo y no pudiera recuperarla. Mi vista lo recorre de arriba abajo sin disimulo, desde sus caros mocasines de piel lustrosa hasta su cabello azabache recogido en un pequeño y estiloso moño en la parte superior de la cabeza, muy similar a los que he visto llevar últimamente a muchos camareros en los chiringuitos de playa o en las discotecas, tras la barra. Unos sencillos pero elegantes pantalones de color granate y una camisa de diseño que proclama a gritos Armani completan el esquema de un playboy maduro y refinado que puede conseguir que cualquier prenda se doblegue a su estructura tras una ardua planificación.

Su costoso disfraz, sin embargo, no consigue adormecer ni un poco todos los pensamientos de alarma y destrucción que emanan de mi cuerpo al verlo.

Él fue la última persona que vi antes de quedarme encerrada en el estudio de Alex, y su presencia aquí tan oportuna cuando justo acabo de despertar solo hace que confirme con más vehemencia mis sospechas sobre que fue Hugh quien lo provocó todo.

Pestañeo, y acto seguido trato de advertir a Alex del peligro, pero un frío intenso se ha instalado en mi garganta hasta el punto de congelarme la campanilla.

La voz no me sale, y me parece sentir como si estuviera sentada sobre dos espadas lo suficientemente afiladas como para hacerme sangrar en cuanto trato de volverme hacia Alex, igual que la Sirenita de los cuentos de Hans Christian Andersen que vendió su voz a la bruja del mar por unas piernas humanas.

El vello se me eriza y al momento siento cómo un escalofrío desagradableme provoca un remolino en mi nuca, que produce un hormigueo angustioso sobre todo mi cuero cabelludo.

¿Por qué no puedo decir nada?

Sé muy bien la respuesta, y eso hace que la respiración se me agite y el corazón se me suba a la boca de tal modo que me parece saborear mi propia sangre.

¡Oh, Dios mío!

Estaba tan cerca de contárselo todo a Alex, tan cerca... y ahora...

No puedo creerlo. Aquel... aquel hombre está aquí...

Aquí... con... mi familia.

Todo dentro de mí tiembla de impotencia.

Un maremoto incontrolable de recuerdos aterradores sobre el incendio me inunda la mente. Y ardo de furia. Me arden las quemaduras, la enorme cicatriz de la pierna derecha causada por un trozo de vidrio roto, y también la piel que sobresale por encima de las uñas que se me partieron mientras me arrastraba entre el fuego, el agua estancada y los restos de los muebles del estudio de Alex.

Cierro los ojos y, de repente, siento con toda mi desesperación cómo la habitación celeste del hospital se vuelve agobiante, estrecha y diminuta. Un callejón sin salida sin ninguna puerta de atrás para escapar.

Todo gira demasiado rápido en mi cabeza.

Todo va demasiado rápido.

¡Maldito...! ¡Maldito sin vergüenza!

¿Cómo se atreve a utilizar a mi familia?

Miro a Hugh con todo mi odio, todo el que puedo expresar sin delatar mis propias emociones ante los demás, porque al menos quiero que él lo sienta con la misma intensidad que me surge desde la misma médula ósea.

En respuesta, la comisura derecha que une los labios finos, como un alambre, de Hugh se curva ligeramente hasta dibujar una astuta sonrisa, que refleja por fin la crueldad velada detrás de sus ojos espigados e inteligentes.

Mariposas en tu EstómagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora