Capítulo 120

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¿Cómo puedes describir unas emociones que ni siquiera tú misma comprendes? No puedes. Tampoco es posible coger un poquito de lo que sientes y guardarlo en un bote de cristal para que los demás puedan verlo, examinarlo y darte su opinión. Las emociones no son una mariposa..., insecto o animal que puedas analizar. Esto es lo que se llama estar en shock y me doy cuenta de que ahora mismo lo estoy, cada centímetro de mi piel, cada neurona de mi cerebro está experimentando una parálisis emocional.

«Vive aquí conmigo, Rebeca, y te juro que haré que nunca te arrepientas», las palabras de Alex se repiten en mi cabeza una y otra vez, al mismo tiempo que soy muy consciente de cómo sus brazos siguen rodeándome llenos de amor y de que sus manos continúan tomando las mías con aquella llave en medio que lo significa todo.

De repente, todo Alex rezuma luz, energía y una vitalidad contagiosas. Está tan animado que tengo miedo de decir cualquier palabra que estropee la magia que en estos momentos reflejan sus ojos de color azul eléctrico.

No deja de hablar de las increíbles características del ático: 168 metros cuadrados; una cocina que sigue el concepto abierto de las americanas; tres dormitorios; suelos de madera; cerramientos de PVC; baño de mármol con yacusi; saneamientos de diseño...

Ni siquiera tengo tiempo para comprobarlas todas a medida que las enumera y me las enseña. En mi vida he visto tanto lujo contenido en un solo sitio igual que un perfume caro y difícil de conseguir.

«¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!», pienso.

Alex se desliza a un lado y tira de mí con suavidad hacia la ventana más grande del salón, que en realidad es una puerta que conduce a una terraza todavía más amplia y sorprendente. Envuelta por toda la vorágine de admiración que me provoca ver aquello de noche, me llevo la mano al colgante, todavía sujetando la llave que Alex me ha dado.

Contemplo obnubilada el paisaje iluminado por las largas filas de enormes edificios y entonces miro la llave, miro mi colgante, miro a Alex y repito el proceso al mismo tiempo que una hecatombe profunda de sentimientos me arrasa por dentro. Inquietud, alegría, felicidad, esperanza, preocupación, angustia. Siento estar en una montaña rusa que sube y baja. Ni siquiera soy consciente de que dejo caer el bolso al suelo.

«Prométeme que te pensarás lo de vivir juntos cuando regresemos de este viaje, Rebeca»: eso fue lo que Alex me pidió en aquella habitación en Londres.

—Mira, Rebeca. Allí está la facultad de Bellas Artes y esa otra es la tuya —dice Alex, y señala primero a un punto a lo lejos y después a otro—. Nuestras facultades están cerca, por lo que no tendrás que recorrer toda la capital para ir a estudiar todos los días.—Hace una pausa y se pasa una mano por la cabeza titubeante—. ¿Recuerdas aquello que dijiste sobre que no tenías mucho tiempo para correr? —Recuerdo que dije eso prácticamente cuando volví a reencontrar a Alex tras dos años, y Héctor trataba de animarme para que me apuntara al club de atletismo. No puedo creer que lo haya recordado. Ni siquiera pensé que estuviera tan pendiente de nuestra conversación en el bar—. Aquí podrás correr todos los días en la pista de atletismo del campus y, si quieres, participar en competiciones —dice y me suelta para abarcar con sus brazos extendidos todo aquel lugar: mi sueño—. No tendrás que preocuparte de nada más, Rebeca. Incluso podemos amueblarla a tu gusto, todo para que te sientas lo más cómoda posible.

Doy unos pasos hacia delante y me apoyo en la barandilla de hierro forjado que hay al fondo.

El aire se respira mejor aquí que en otros lugares donde he estado antes. Una corriente pasa en ese preciso instante y peina como una ola mi cabello suelto, deja una caricia en mi nuca y sigue su camino.

—¿Qué te parece? —pregunta Alex, y otra vez me abraza por la espalda, como si fuera incapaz de evitar el contacto entre nosotros.

Está ansioso.

Mariposas en tu EstómagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora