Cap.- 7

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Capítulo 7.- Me alejo voluntario.

Condujo bajo la tormenta que apenas empezaba, a los lejos ya se notaba el lugar, casi oculto por la lluvia que dejaba a la vista todo el escenario lleno de neblina. Alexander sin dudarlo más acercó lo más que pudo el vehículo, mientras Nelly seguía callada, mirando por la ventana, siempre en esa posición pensativa de quien tiene mucho qué decir, pero no puede hacerlo. Estacionó el auto y sin más preámbulos le echó una mirada autoritaria a su compañera de esa noche, ella tomó el bolso negro que llevaba consigo, y abrazándolo salió, al mismo tiempo que él. Prácticamente corriendo los dos hasta estar dentro del pequeño, aunque hogareño, hotel; era un sitio de paso, donde las personas que por trabajo o percances de tiempo y dinero tenían que recurrir muy rara ocasión, no era lugar para famosos, pues no era ostentoso, era poco llamativo, casi pobre por su descripción física, hecho de madera y a la antigua, jurando que por poco las mucamas saldrían con holanes y largas faldas, con mandiles, con calzoneras hasta la rodilla y un corsset como se acostumbraba por la época; Nelly sonrió al reconocer que Alex la conocía bastante, y sabía cuáles eran sus gustos, sobre todo en una noche como esta, en la que se tentaban a hacer el amor. Después de contemplar por casi diez segundos el lugar, caminaron de la mano hasta la recepción.

Mi novia, pensaba el castaño de pelo crecido, ella luce como mi novia así tomada de mi mano, sonreía mientras ella se registraba en la lista para poder recibir el número de una habitación. La chica pelirroja recepcionista miró por encima de sus redondos anteojos a famosísimo Alex Turner, dueño de espectáculos y fotografías, nunca había tenido el gusto de escuchar su música, aunque bien se decía que era de los mejores en todos los tiempos, sin embargo, ella lo veía engreído, aunque sí, muy enamorado de la chica a la que le detenía la mano, ¿y la otra chica alta?, pensó con desdén.

—Bueno, ya está — volteó para mirarlo. Ella le susurró el numero al oído, coqueta y sin frenos. La hora de besarla no la veía, era ciertamente desesperante, esas ganas inquietas.

Tomados de las manos se largaron corriendo por las escaleras, sin detenerse, como unos niños, como volver a los viejos tiempos, y entonces sí, se detuvieron hasta encontrar la alcoba. Sin perder más tiempo la abrieron, se sonreían y reían, como quien hace una chiquillada, una travesura, aunque, siendo sinceros, la estaban haciendo. Al entrar lo primero que captó su atención fue la luz tenue, aquella que incita a seguir en estos pasos, miraron todo a su alrededor, las lámparas rústicas, las paredes con tapiz de flores, las cortinas cerradas, todo en orden, todo listo para ellos. Nelly caminó despacio, acarició con sus yemas el edredón color beige aperlado, tan suave y cálido, siguió mirando cada rincón, mientras alguien más la miraba a ella, pues, recargado en la puerta, un Alexander paciente notaba cada tiempo que ella se tomaba al observar los detalles de la estancia y grabar para siempre en su memoria este contexto tan sublime y calinoso, esas manos pálidas que tanto anhelaba tomar para calentar con su propio calor, sus labios casi perdiendo el color rosado que la identificaba, enferma, pero tan sexy como siempre había estado, desde que la conocía, con una naturalidad tan peligrosamente seductora. Sus caderas, dueñas de un camino, enmarcando sus glúteos redondos y contorneados, las piernas trabajadas bajo esos jeans negros, sus espalda tan recta y fina, de doncella, de brazos largos y fuertes, rudos en las peleas, y su cabello... [.] Sin esperar más después de tanto mirarle andando lentamente, Alex dejó de recargarse de la puerta con brusquedad, e impaciente se acercó por detrás, quedando a milímetros, esperó unos segundos más para aspirar su aroma a miel, y una vez guardado este recuerdo en el corazón por fin la giró y besó. Nelly dejó sus ojos cerrados, ya era tarde para preguntar qué rayos estaba haciendo y quién se creía que era, porque Alexander se tomaba atribuciones que bien eran suyas al permitirse tocarla y besarla de la manera que más se le antojara, porque ella estaba ahora segura: estaba a su merced.

Alex TurnerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora