Capítulo 93 | tercera parte.

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Marizza.

Me quedé dormida entre los brazos de Pablo, con las rodillas en el piso y mi cabeza escondida en su pecho.
Había estado casi una hora llorando, tratando de hablar, aunque mis intentos fueron en vano; no podía formular siquiera una mísera palabra. Él me había calmado, había logrado que mis lágrimas paren, que mis sollozos sean pequeñas risitas por sus malos chistes, y mi cabeza se despeje por un momento de la mierda que estaba torturandola.

Pablo me hacía bien, y cada día lo confirmaba más.

Estaba realmente segura de que mi elección de darle una oportunidad a éste rubio de plástico, quien me hacía completamente feliz a pesar de los errores del pasado, era correcta.

Sin él no sé como estaría ahora. Es muy probable que llorando en quién sabe donde, con un gran pote de helado y mil kilómetros de ojeras bajo mis muy hinchados ojos.

O también, existe una posibilidad de que esté diciéndole unas cuantas verdades exageradas a mi mamá. Gritando e insultando me pasaría la tarde si estuviera sola. Aunque no sé muy bien si esas verdades serían exageradas, o más bien sean unas verdades muy sinceras.

¡Dios! La odio.

Y, lo peor de todo, es que la amo de todas formas; aunque me lastime y me mienta de la peor forma, es mi mamá, y lo va a ser hasta el día que muera, así lo quiera o no.

Siento algo hacerme cosquillas en la parte baja de mi espalda, oleadas de aire moverme el pelo y llegar hasta mi rostro. Unos toquecitos en mi nariz logran despertarme por fin. Sea quien sea que me esté haciendo todas esas cositas quiere molestar, eso seguro.

— ¿Hmm? — digo adormilada — ¿Qué querés?

No puedo manejar mi malhumor cuando me despiertan. Odio profundamente que interrumpan mis lindos y dulces sueños, y más si son por la tarde. Por lo general cuando me levanto por mi cuenta soy más cariñosa, pero si es otra persona quien me despierta tengo un humor desagradable, soy un asco de persona con quien sea que haya jugado con el descanso de mis ojos.

— Mi amor, desperta. Te traje algo de comida — susurra Pablo cerca de mi oreja.

Bueno, pensándolo bien, podría cambiar mi malhumor sólo por un ratito ¿no?

Pablito me puede.

Abro los ojos y me encuentro con esos iris azules que parecen contener todo el agua del mundo. Mis ojitos favoritos. Pablo me mira con las pupilas un poco más grandes de lo usual, un brillo desprende de ellas, pero no estoy segura si es de preocupación o lástima. Y si es de ésta última, no me importaría que la tenga.

Mientras me traiga comida, todo está bien.

— Al fin, dormilona. No quería despertarte, pero ya estabas durmiendo mucho y necesitas comer algo.

Sonrío y me muerdo el labio, embobada. Observo mi alrededor y mi sonrisa se esfuma. Estoy acostada en la cama, tapada casi hasta la cabeza y con Pablo a mi lado, acariciando mi cabeza.

¿En qué momento me pasé a la cama?

Si mal no recuerdo, me había quedado dormida en el piso, con Pablo abrazandome y mis rodillas pegadas al suelo. Pero ahora me encontraba en la cómoda cama.

¿Pablo me habría acostado acá?

— Tranquila. Yo te traje a la cama — comienza a explicarse, al parecer entendiendo mi confusión —, es que estabas muy dormida y era incómodo dormir en el piso. Además tenía que ir a buscar comida y no te iba a dejar tirada ahí mientras yo no estaba.

Eterno amor.  ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora