¿Que ha traído a Simon aquí? ¿Por qué?

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Isabelle avanzó en silencio entre los pedestales de piedra. Alec iba a su lado, con Saldalphon en la mano, proyectando luz en la estancia. Maia estaba en un rincón, agachada y vomitando, apoyándose con una mano en la pared; Jordan estaba junto a ella, con aspecto de desear acariciarle la espalda, pero temeroso de verse rechazado.

Isabelle no culpaba a Maia por vomitar. También ella lo habría hecho de no tener tantos años de formación a sus espaldas. Jamás había visto nada parecido. En la sala había docenas de pedestales de piedra, quizá cincuenta. Y encima de cada uno de ellos había una especie de capazo. Dentro de cada capazo había un bebé. Y todos los bebés estaban muertos.

Al principio, cuando había empezado a caminar entre aquellas filas, había albergado la esperanza de encontrar alguno con vida. Pero aquellos niños llevaban ya tiempo muertos. Tenían la piel grisácea, sus caritas contusionadas y descoloridas. Estaban envueltos en finas mantas, y aunque en la sala hacía frío, Isabelle no creía que fuera suficiente como para que hubiesen muerto congelados. No estaba segura de cómo podían haber muerto; no soportaba la idea de acercarse y mirar con más detalle. Aquello era, evidentemente, una responsabilidad que correspondía a la Clave.

Alec, detrás de ella, tenía lágrimas resbalándole por las mejillas; cuando llegaron al último pedestal, maldecía en voz baja. Maia se había incorporado y estaba apoyada en la ventana; Jordan le había dado un trapo, quizá un pañuelo, para limpiarse la cara. Las frías luces blancas de la ciudad ardían detrás de ella, atravesando el cristal oscuro como brocas de diamante.

—Iz —dijo Alec—. ¿Quién podría haber hecho algo así? ¿Por qué tendría que hacerlo... incluso siendo un demonio...?

Se interrumpió. Isabelle sabía en qué estaba pensando. En Max, cuando nació. Ella tenía siete años, Alec nueve. Estaban inclinados mirando a su hermanito en la cuna, divertidos y encantados con aquella nueva y fascinante criatura. Habían jugado con sus deditos, reído con las caras que ponía cuando le hacían cosquillas. Se le encogió el corazón. Max. Mientras avanzaba entre las cunas, convertidas ahora en ataúdes en miniatura, una sensación de terror abrumador había empezado a apoderarse de ella. No podía ignorar el hecho de que el colgante que llevaba al cuello resplandecía con un brillo imponente y constante. El tipo de brillo que cabría esperar como resultado de la presencia de un demonio mayor.

Pensó en lo que Clary había visto en el depósito de cadáveres del Beth Israel.

« Parecía un bebé normal. Excepto por las manos. Estaban retorcidas en forma de garra...» .

Con mucho cuidado, introdujo la mano en una de las cunas. Y procurando no tocar al bebé, deslizó hacia abajo la fina manta que envolvía el cuerpo.

Notó cómo un grito se ahogaba en su garganta. Bracitos regordetes de bebé, muñecas redondeadas de bebé. Las manos tenían un aspecto suave. Pero los dedos... los dedos estaban retorcidos en forma de garra, negros como hueso quemado, rematados con pequeñas zarpas afiladas. Sin quererlo, dio un salto hacia atrás.

—¿Qué? —Maia se acercó a ellos. Seguía mareada, pero su tono de voz era firme. Jordan iba tras ella, con las manos en los bolsillos—. ¿Qué has descubierto?—preguntó.

—Por el Ángel. —Alec, que estaba junto a Isabelle, miraba también la cuna—. Izzy, ¿tienes idea de qué pasa aquí?

Poco a poco, Isabelle repitió lo que Clary le había contado sobre el bebé de la morgue, sobre el libro que había encontrado en la iglesia de Talto.

—Alguien está experimentando con bebés —dijo—. Intentando crear más Sebastians.

—¿Y por qué querría a otros como él? —La voz de Alec rebosaba odio.

Amor diferente (Malec) - CompletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora