LXVIII. Envidia

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La dejé con la palabra en la boca. La rabia que traigo atorada hacia ella no creo que se me quite en un buen tiempo. Esta fue la última gota que derramó el vaso.

Llegamos a la casa y mientras le pedía a los empleados que subieran las bolsas a la habitación de huéspedes, Minerva guió al niño hacia el jardín. Se veía muy deslumbrado al ver la casa del árbol. Desde que compré esta casa, esa casita estaba construida ahí. Jamás le vi algún uso, la verdad es que no sé qué demonios le ven los niños a eso.

—¿No subirá con nosotros? — preguntó Minerva.

—No. Ve tú. Diviértanse. Estoy bastante viejo para esas pendejadas.

No sé las consecuencias que pueda traer consigo esa decisión de haber traído a ese niño a esta casa. En primer lugar, no tengo idea de por qué hice esto. Tal vez porque es al primer niño que, después de todo lo que le pasó, no vi resentimiento, rencor u odio en su mirada; sino todo lo contrario, ganas de seguir viviendo. Es curioso que alguien tan pequeño tenga sentimientos tan puros.

Contemplé desde la distancia la manera en que Minerva cargaba al niño en los brazos para llevarlo dentro, hablándole de una manera muy infantil y amable. Es así como debe ser una madre con su hijo. Puede ser que con el tiempo se vuelva fastidioso, empalagoso e incluso irritante que te traten con tanta dulzura. Aunque por ahora, no es tan malo. Él se veía muy a gusto con Minerva. Parece que se ha ido desconectando de su progenitora. Eso es lo que le haría falta; un buen reemplazo que cubra todas sus necesidades. Considero que Minerva cumple con esos requisitos.

Cada segundo que los contemplaba, sentía una extraña sensación en el pecho, algo que hace mucho tiempo no experimentaba; envidia. Las cosas hubieran sido tan distintas si me hubiera tocado alguien como ella en el lugar de la madre que me tocó.

Es irónico, porque pensé que había superado y enterrado todo en el pasado, pero aquí dentro pareciera que esa herida aún sigue intacta.

Después de que estuvieron un rato jugando allá arriba, los llevé dentro para que comieran. La verdad es que no tenía apetito, por lo que solo me limité a verlos comer.

—Ahora debes darte un baño e irte a la cama. Se ha hecho tarde— le dije.

—Si me permite, voy a supervisar.

—Ve con él.

Estuve en el pasillo en espera de que ella saliera, pero solo la escuchaba riendo con el niño. Al cabo de varios minutos, la vi salir y al verme, se enderezó.

—No sabía que estaría esperando aquí. Lo siento mucho. Me demoré más porque…

—No te estoy pidiendo explicaciones. Este es tu deber; cuidar del niño.

—Bueno, pues creo que he terminado con la tarea, señor. ¿Puedo retirarme? Mi hija me está esperando.

—¿Sabes? —atrapé su mentón entre mi mano—. Tu y yo somos muy parecidos. Eres un monstruo; con la habilidad de disfrazarte como alguien gentil, dulce y confiable. Con lo que hacemos, nos vemos en la obligación de renunciar a lo que sea éticamente correcto. Nos esforzamos continuamente y nadie es capaz de entendernos o apreciar la labor que hacemos. Somos juzgados erróneamente, solo por hacer el bien a nuestra forma. Mientras tú haces las cosas por necesidad, yo las hago porque considero que es la manera correcta. Tienes una hija y debe ser duro llegar a la casa y abrazarla con las mismas manos que liberas a otros más de su sufrimiento, porque no tuvieron la dicha de tener a alguien como tú en sus vidas.

—Le diré lo que pienso. El día que decidí trabajar para usted, no fue solo por la necesidad de un trabajo, más bien porque al igual que usted, creo que esos niños merecen una vida mejor. Conozco lo que es no tener unos buenos padres que guíen tus pasos y cuiden de ti, pero cuando veo a mi hija, desaparece todo lo malo y solo deseo protegerla y que no carezca de lo mismo que yo. Busco la manera de no cometer los mismos errores. Estoy lejos de ser una buena madre, y sí, puede que sea un monstruo por lo que hago, pero yo viví en carne propia lo que es ser rechazada por esas personas a quienes le encomendaron la tarea de cuidar de mí, y sé lo duro que es atravesar eso sola. A diferencia de esos niños que nos traen, yo tuve una abuela que se hizo cargo de mí por sus últimos años de vida. Y antes de que ella apareciera a hacerse cargo de mí, deseaba que alguien pudiera poner fin a mi sufrimiento y soledad. No considero que nosotros seamos los malos; son ellos, esas personas que les quedaron muy grandes el título de padres. ¿Qué futuro podría esperarles a esos niños que abandonan día tras día? Ninguno ha tenido la dicha de tener a alguien que los proteja de la maldad que hay en el mundo. Es una decisión difícil la que tomamos día tras día, pero debemos tener en mente que quien los sentencia no somos nosotros, sino sus propios progenitores. Muchos de ellos terminan en las calles, se desgracian la vida, se sumergen en las drogas y en el alcohol para calmar el sufrimiento y llenar ese vacío. Al final, una muerte lenta y agonizante les espera; algo que ninguno de ellos merece.

—Ahora es cuando me doy cuenta de que la única que me entiende en este miserable mundo eres tú. Hasta siento ganas de perseguirte.

Dulce Veneno I [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora