23. ¿QUÉ QUIERES DE MÍ, ENRICO?

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Stella Di Lauro

Termino mi exposición bajo la atenta mirada de mis colegas. La sala se queda en silencio absoluto y no puedo negar que me siento un poco nerviosa. Siempre se me ha hecho difícil lidiar con las expectativas ante los retos de mi padre, esta vez no es la excepción.

De un momento a otro los nervios desaparecen y entonces, soy consciente de la mano de mi socio en la espalda. No puedo explicarlo, pero la calidez de su tacto me otorga cierta tranquilidad. Algo raro, puesto que hasta hace unos días me provocaba todo lo contrario. ¿Es porque he dejado de huir y estoy en proceso de aceptar lo que me hace sentir? ¿O simplemente me he acostumbrado a su cercanía después de los besos y las caricias que hemos compartido?

Puede que alguno de los ejecutivos tenga ya su opinión formada respecto a la propuesta, pero ninguno se digna a decirla en voz alta antes del Magnate de Acero.

Clavo la vista en esos ojos azules varios tonos más oscuros que los míos y contengo el aliento. Me gustaría afirmar que con los años he aprendido a descifrar la expresión de mi padre, pero solo estaría mintiendo. Adriano Di Lauro sigue teniendo el poder de no mostrar ni una pizca de emoción cuando le apetece.

Él me devuelve la mirada, tan imponente que me hace dudar, sin embargo, unos segundos más tarde, las pequeñas arrugas que se le forman al lado de los ojos cuando disimula una sonrisa, salta a la vista.

—Interesante… —habla por fin—, fresco y ambicioso; justo lo que buscamos.

—La idea nos deja un amplio campo para explotar la publicidad —añade la Gerente de Marketing y el resto no tarda en dar sus buenas opiniones.

El tío Pietro me regala una despampanante sonrisa al mismo tiempo que alza su dedo pulgar en señal de aprobación. Incluso gesticula un «bien hecho» con los labios. 

La reunión termina y todos nuestros colegas se ponen en pie para felicitarnos al dueño de los coches y a mí.

—Bienvenido al equipo, Enrico —el tío Pietro comparte un apretón de manos con el aludido—. Enhorabuena por la propuesta.

—Gracias —responde el play boy—, aunque Ella hizo casi todo el trabajo.

«Ella» Es la primera vez que utiliza el diminutivo de mi nombre y se siente raro. Casi tanto como «princesita». 

—Así es mi sobrina —el sonrojo me cubre el rostro cuando el abogado me acerca a él de manera protectora con un brazo alrededor de mis hombros—, una maniática del control como su padre, pero adorable como un osito de peluche.

Por lo general, protesto cada vez que hacen este tipo de comentarios en público, pero sin saber la razón, no puedo emitir palabra alguna frente al castaño de ojos avellanas.

Enrico disimula una risa con un ligero carraspeo en tanto fija la vista en mí.

¡Por nuestro señor Jesucristo, mis mejillas están ardiendo!

—Sí —reafirma—. Sin duda lo es.

—Al parecer formáis un muy buen equipo.

—Muy bueno de hecho —papá se suma a la conversación junto a Carina—. No me equivoqué al poneros a trabajar juntos.

«Oh, papá, no sabes lo que has hecho»

—Claro que no —secunda la rubia—, Adriano Di Lauro nunca se equivoca.

—Tú lo has dicho, querida.

Resulta un poco gracioso ver cómo, a pesar de los años, la antipatía entre ellos no desaparece. Aunque mi papá es antipático con la mayoría de la población mundial, pero con su vicepresidenta trata de disimularlo con esmero. Ella no actúa muy diferente y como resultado da una relación amor–odio bastante rara.

—Bien hecho, mi bella ragazza —mi progenitor no pierde la oportunidad de abrazarme cuando nos quedamos a solas—. Has estado impecable, como siempre.

«Ni tanto», replico para mis adentros, puesto que estuve a punto de no conseguirlo y el hacerlo me está costando demasiado. Estoy atrapada entre las redes del heredero mujeriego pervertido del año. 

—¿Alguna vez dudaste de mí, papá? —suelto la pregunta de buenas a primeras, sin siquiera saber por qué lo he hecho.

—Jamás —él detiene el paso para luego obligarme a encararle—. Eres una de las mentes más brillantes de tu generación, Ella, pero sobre todo, eres mi hija. La palabra «fracaso» no entra dentro de nuestro vocabulario. 

Bueno, yo he fracasado de manera estrepitosa en resistirme a los encantos de Enrico Falconi. Sin embargo, en mi interior no se siente como un fracaso. Estoy experimentando emociones demasiado contradictorias y me abruman tanto que me gustaría tener el poder de desaparecerlas.

—¿Lo has oído? —inquiere mi compañero, una vez nos encontramos de vuelta en mi oficina—. Formalmente, hacemos el mejor equipo de la historia.

—No fue tan malo, supongo —comento despreocupada—. Ahora puedes regresar a tu oficina temporal y dejar de rondarme como un acosador.

—Eso nunca, princesita —cavila mientras acorta la distancia entre los dos, quedando con el rostro a unos pocos centímetros de distancia del mío—. Acertaste con la propuesta, puesto que para escapar en un coche deber ser el más rápido del mundo y eso es lo que representa a la marca Falconi. 

—Gracias por el cumplido —trato de despacharlo—. Ahora, si me disculpas…

No llego a girarme por completo, pues sus fornidos brazos me detienen y me devuelven a mi posición inicial, sintiendo su respiración en mis labios.

—Sin embargo, ten algo muy claro —puntualiza en un susurro, con esa voz ronca que tanto me revuelve el estómago— y es que ningún auto veloz, avión, cohete o cualquier clase de vehículo, te ayudará a escapar de mí.

No puedo decir que el beso me toma por sorpresa, pero sí me aturde todos los sentidos. La boca de Enrico sabe a menta, pero no esa menta que te refresca el aliento, sino la que te entumece de solo probarla.

Por lo que parece una eternidad nos dedicamos a explorar la boca del otro y nos separamos únicamente cuando respirar se hace imposible.

—Tenemos que hablar, Ella —murmura con su frente pegada a la mía—. No podemos seguir dando vueltas.

—Yo… —balbuceo y tomo una profunda respiración en un intento por organizar mis pensamientos—. ¿Qué quieres de mí, Enrico?

—Veinticuatro horas —pide—, dame veinticuatro horas a solas. Prometo llevarte al cielo, princesa.

Un día… Un solo día, eso es lo que busca conmigo. Ni siquiera me molesta escucharlo. En el fondo siempre supe que no podíamos llegar a más. Juré que no sería una más, que no me dejaría usar, pero ¿qué sucede cuando me entrego al deseo por voluntad propia? ¿Está mal si ambos decidimos estar juntos un único día? ¿Estoy traicionando mis principios si acepto su petición?

Quiero tenerlo, quiero que los sueños fuera de tono, la fijación y la frustración desaparezcan. Quiero probarlo, saber lo que se siente estar en los brazos de Enrico Falconi. Ansío deshacerme de este fuego que me quema por dentro con todas mis fuerzas. 

Por primera vez y escuchando los consejos de mi madre, deseo dejarme llevar, explorar esas sensaciones que tanto placer me dieron sus caricias el pasado sábado. Lo que me hace dudar es el después. ¿Veinticuatro horas serán suficientes para cumplir todos mis deseos? ¿De qué me sirve ir al cielo si luego debo regresar a la tierra?

—Enrico, yo…

—¡Señorita Di Lauro! —Rita irrumpe en la habitación toda agitada—. Tiene que correr, su padre ya se adelantó…

Desvío la mirada hacia mi secretaria y entonces, todo indicio de respuesta queda atrás. No me gustan sus palabras atropelladas ni su expresión de alarma. De inmediato lo sé, algo anda mal.

—¿Qué sucede? —inquiero al mismo tiempo que me aprieto el pecho con las manos.

—La senadora Reid… —contengo la respiración— ha sufrido un atentado.

Princesa de AceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora