70. EL FIN DE LA CONSPIRACIÓN

13K 844 25
                                    

Stella Di Lauro

Papá permanece con la vista fija en la ventana al punto de arriesgarse a sufrir la peor de las tortícolis y yo por mi lado me cruzo de brazos al mismo tiempo que mi madre actúa de conciliadora entre los dos.

—Me importa un rábano lo que haya hecho el uno o el otro —expone con su postura de Mujer de Acero más imperativa. Debo reconocer que así da un poco de miedo, pero de igual forma no puedo complacerla. En esta ocasión la pelota está del otro lado y mis manos atadas—. No quiero escuchar quién empezó o quién ha traicionado a quién. Vais a arreglar esto como padre e hija que sois y lo vais a hacer ahora.

—Conmigo no cuentes —salta papá de manera automática observándome de reojo.

—No era una petición, Adriano Di Lauro —alega su esposa—. Deja de castigar a tu hija por algo que tú mismo habrías hecho de estar en su pellejo.

—Yo jamás habría recurrido a...

—¿En serio? —le corta ella con una ceja enarcada—. ¿Acaso has perdido la memoria, esposo? ¿Ya estás tan decrépito?

—¿Cómo has dicho?

—Creo que me has oído la primera vez.

—Es inútil, mamá —intervengo con un resoplido—. Tu marido es un cabezota.

—Tú tampoco te hagas la ofendida que no actuaste bien —ahora dirige la metralleta hacia mí—. Cometiste un error y es importante que lo reconozcas, Ella. Ningún padre tiene que estar velando a sus hijos porque estos deciden conspirar a sus espaldas.

—¡Mamá! —protesto—. Pensé que estabas de mi lado.

—Yo no estoy del lado de nadie simplemente porque no existe ningún lado aquí más que el de la familia —aclara con fiereza—. Las discusiones, los reclamos y rencores quedan aquí. Allá afuera hay un enemigo riendo en vuestras propias narices porque perdéis el tiempo enfrentándoos entre vosotros mismos. Vais a terminar con esto y lo vais a hacer juntos.

—Lo dices como si fuera coser y cantar —gruñe el Magnate de Acero.

—Que yo sepa, en tu vida has visto una aguja y puede que cantar sea lo único que se te da mal en el mundo —difiere mi madre. En otras circunstancias me habría reído con ganas, pero ahora tengo todas mis fuerzas puestas en resistir la hostilidad del obstinado italiano—. Es tan fácil como perdonar y reconocer vuestros errores. Estoy esperando.

—Lo siento, papá —decido dar el primer paso—. De veras lo lamento. Hice lo que pensé era lo mejor.

—Ese es el problema, que no piensas —me reclama.

—Adriano...

—¿Dónde tenías la cabeza, maldita sea? —ignora la reprimenda de su mujer.

—¿En serio necesito responder? —cuestiono con ambas cejas arqueadas—. ¿Tú que casi derribas este edificio cuando el parto de Gibson se complicó, me lo preguntas?

El silencio se vuelve nuestro compañero dentro de esas cuatro paredes, interrumpido únicamente por el lejano sonido del agua al caer. Es una suerte que Enrico siga en la ducha, puesto que de estar presente se uniría a la discusión y el intento de reconciliación de mi madre acabaría en desastre, justo como el de ayer.

—Como no cedas en los próximos segundos, no te dejaré entrar a la ecografía, Adriano Di Lauro —advierte mamá provocando sus gruñidos susurrados.

—Prométeme que no lo volverás a hacer —exige acortando la distancia entre los dos con pasos lentos—. Promete que no volverás a dejarme fuera, que siempre acudirás a mí primero. Es la única forma en la que puedo volver a verte como mi compañera, Ella.

Princesa de AceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora