50. UN HOMBRE MUERTO

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Stella Di Lauro

Un exorbitante olor a alcohol inunda mis fosas nasales y abro los ojos de pronto. Sin embargo, la luz daña mis ojos al mismo tiempo que una punzada ataca mis sienes y vuelvo a cerrarlos.

—Ella —escucho la voz de mi hermano mayor a unos metros de distancia—. ¿Ella me oyes? ¿Qué te sientes?

—Fede —mi mano se mueve con lentitud a mi frente y masajeo la zona a la vez que parpadeo varias veces para lograr enfocar la vista—. ¿Por qué todo me da vueltas?

—Te has desmayado —mis sentidos se van aclarando poco a poco hasta que consigo divisarle frente a mí, justo al lado de una Cassandra Di Lauro con cara de angustia y más pálida que una hoja de papel—. Ten —me extiende el algodón con alcohol antes de comenzar a examinarme. Yo por mi parte, me dejo hacer todavía en mi letargo—. ¿Almorzaste bien?

Mi silencio le da la respuesta y de forma automática, mi madre jadea.

—¡Dime que no has vuelto a saltarte las comidas, Ella Di Lauro! —exige con una fiera expresión, la cual, siendo honesta, da bastante miedo—. ¡¿Cómo se te ocurre?! ¡Juro que voy a castigarte!

—¿Debo recordarte que tengo veintitrés años, mamá? —inquiero frotándome las sienes.

—Como si tengas cien —replica ella impoluta—. ¡No puedes hacer esto!

—Mamá —le llama Federico—, cálmate o terminarás al lado de Ella también desmayada.

—Iré con Vivi a que te prepare algo de comer —informa antes de marcharse. Soy consciente de que simplemente quiere tomar distancia para tranquilizarse—, pero de mi castigo no te libras, Ella Di Lauro.

—¿Tú no vas a regañarme? —indago con la voz temerosa mientras le veo guardar sus instrumentos en el maletín.

Él emite un resoplido para tirarse en la cama desganado frente a mí.

—No sé cuántas veces voy a decirte esto, pero no puedes seguir saltándote las comidas —enuncia—. Al final desarrollarás alguna enfermedad por desorden nutritivo.

—No lo hago siempre y lo sabes...

—Solo cuando estás lo suficientemente estresada —se antepone a mis palabras—. Aun así...

—¿Estás al tanto de lo que sucede? —interrumpo su perorata, tocando el tema que me interesa.

—Algo así —se acerca a la cabecera de la cama para envolver mi cuerpo entre sus brazos—. Enrico está metido en un buen problemón.

—Él no...

—Lo sé —me corta apretando todavía más el agarre—. Yo confío en él y tú también..., eso es lo importante.

—Pero papá no —me aferro a su camisa. Resulta curioso el hecho de que hoy Federico me esté consolando a mí, cuando por lo general, el papel de hermana mayor lo llevo yo—. He tenido una pelea horrible con él...

—Lo arreglaremos —asegura antes de besarme la frente—. Ya hablaré con él.

—Tal vez sería mejor que no te metieras...

—Tonterías —vuelve a cortarme—. Enrico es mi mejor amigo y el hombre que ama mi hermana. Porque le amas, ¿verdad, Ella?

—Yo...

¿Qué digo? ¿Cómo puede ser que a estas alturas todavía no me sienta preparada para decirlo?

—No me digas más —detiene mi tonto balbuceo—, ya me has dado la respuesta. Tranquila —me besa la frente una vez más—, esto no es más que un malentendido, o en todo caso... una trampa.

Princesa de AceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora