38. CONFUNDIDA, ATRAPADA Y PERDIDA

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Stella Di Lauro

La oscuridad me ciega, pero intensifica mis otros sentidos. Soy consciente del calor, el hambre y el anhelo de su beso. Así como siento la dureza que roza mi piel una y otra vez, cada vez que mueve su pelvis contra la mía en tanto mantiene mis muñecas aprisionadas sobre la cabeza con una mano.

Me estoy muriendo. En serio, creo que me estoy muriendo, porque mi cerebro no funciona, la respiración se me ha detenido y no consigo escuchar los latidos de mi frágil corazón.

Respondo las ansias del beso con las mías propias, tomando todo lo que puede ofrecerme, aprovechando el momento porque sé que no volveré a tener otra oportunidad. Él no volverá a acostarse conmigo jamás. Dejó muy claro de que no lo habría hecho la primera vez.

¡Por una estúpida virginidad!

¿En qué siglo se cree que estamos?

¿Y qué hago yo pensando en tonterías cuando tengo su boca a mi entera disposición?

Alejo mis divagaciones y me centro en el pequeño fragmento de placer causado por su cercanía y sus caricias. Es un buen momento para admitir que le he echado de menos.

Suspiro contra sus labios en cuanto nos separamos para recuperar el aliento por unos instantes y volver al ataque, pero el sonido de un timbre nos detiene en el acto.

—Buenas tardes —profiere una voz desde el micrófono del ascensor—. Hemos tenido un problema técnico con la energía, pero no os preocupéis. Lo solucionaremos en unos segundos.

Escucho a mi acompañante resoplar con molestia mientras yo trato de recomponer mi aspecto sin poder ver una hostia. Ridículo, pero no encuentro qué hacer estando nerviosa y sin luz.

—¿Por qué me has besado? —pregunto en un hilo de voz.

—Creo que lo he dejado bastante claro, ¿no?

—Tú crees dejar las cosas claras, Enrico y al final, solo me confundes todavía más.

—Eres mía, Ella Di Lauro —reitera, logrando que por enésima vez en el día, mi corazón se paralice—. Mía.

—No soy propiedad de nadie —objeto por puro instinto, puesto que el desconcierto no me permite pensar con claridad.

—Mira —sin previo aviso, toma una de mis manos para llevar la palma a su pecho y al instante, el corazón retumba bajo mi tacto—. ¿Lo sientes? Solo tú provocas esto, princesita.

—No lo entiendo —bramo desesperada por entender todo esto—. ¡No te entiendo, Enrico! Hoy dices algo y mañana otra cosa totalmente distinta, a la vez que te haces más idiota cada día.

—¿Qué es lo que no entiendes, princesa?

—En la cabaña, dijiste...

—Tiene una explicación —alega sin dejarme terminar—. Te juro que tiene una explicación. Escúchame, por favor.

—Yo...

¿Qué pasaría si le dejo volver a entrar?

¿Y si sus respuestas no son las que busco?

¡Joder! Odio el miedo, no quiero sentirlo ni por asomo, pero lo hago. Me aterra crearme ilusiones y acabar más destruida y humillada que la primera vez.

—Deja a ese imbécil plantado y ven conmigo.

Los músculos se me vuelven rígidos como el mecanismo oxidado de un reloj viejo y me envaro al mismo tiempo que la luz regresa y el ascensor comienza a moverse.

Princesa de AceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora