31. IMBÉCIL

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Enrico Falconi

La miro y no lo creo, joder. Es una ninfa seductora, una diosa, una ser mítico tan extraordinario que no parece real. Tanta belleza no puede ser real... Tengo una extraña sensación en el pecho que no se va. No puedo explicarlo ni tampoco hallarle sentido, solo sé que no puedo despegarme de ella y que las míseras veinticuatro horas no son suficientes. Únicamente me han servido para obsesionarme más todavía.

Ahora mismo no consigo dormir. Por más que lo intento, mis ojos se niegan a cerrarse, a privarme de la vista que me ofrecen. Simplemente no puedo dejar de mirar su rostro aniñado pasivo y relajado.

Resulta muy difícil de creer que yo, Enrico Falconi, el hombre que nunca ha querido compromisos para evitar el apego a las mujeres, haya planeado un domingo romántico con la más peligrosa de todas. Porque sí, Stella Di Lauro es demasiado peligrosa. En unas pocas semanas me ha hecho perder la cabeza y me temo que si continúo caminando por la misma cuerda floja, perderé algo mucho más valioso.

Con mucha fuerza de voluntad la aparto de mi cuerpo y la acomodo en la alfombra. La dejo bien arropada y beso su frente antes de caminar hacia la ventana.

¿Qué voy a hacer ahora?

¿Quiero más de ella? Demonios, sí.

¿Estoy dispuesto a darle más de mí? ¿A dejarle indagar más profundo en mi oscuridad? No lo sé.

¿Cómo puedo conseguir convencerla de no acabar lo nuestro en las pocas horas que nos quedan? Necesitamos más tiempo, más caricias, más besos y no para saciarnos, sino para explorar todas esas sensaciones desconocidas que me inundan y las cuales estoy seguro de que la abruman a ella también.

Dejo de ver la espesa niebla que asoma en la entrada del bosque y voy a la habitación en busca de un bóxer. Lejos de la chimenea hace un poco de frío y necesito aclararme la cabeza para encontrar soluciones antes de que ella despierte.

Busco un edredón con el cual cubrirme y entonces... mi cuerpo de paraliza. La respiración se me detiene, el corazón me deja de latir, ¡todo! Todo en absoluto deja de funcionar a la vez que actúo por inercia al acercarme a tomar la sábana entre mis manos.

No, no, no. Me niego a creer lo que ven mis ojos, porque esto solo significa una cosa: la he cagado, he metido la pata hasta el fondo.

Los espasmos me atacan de repente y aprieto los puños hasta hacerlos doler.

«¿Qué leches has hecho, animal?»

Soy un imbécil. ¿Cómo diablos no me di cuenta?

Ahora que lo pienso, sentí algo al atravesar la barrera. Fue insignificante y lo ignoré por completo, pero estaba ahí. ¡Dios! Me sentía tan inundado, tan hambriento, tan... desesperado y ella, ella desprendía tanta humedad que yo... perdí la cabeza.

«Idiota»

Lo soy. El mayor de todos ellos.

La escucho despertar y me dirijo de vuelta a la sala a pasos largos. En menos de tres segundos me encuentro de pie frente a ella. La veo sonreír y por un instante, me gustaría que el tiempo se detuviera.

¡Joder!

Estoy muy molesto, sí, pero también embargado por demasiadas emocionas que jamás había sentido.

—¿Qué es esto? —señalo la mancha roja de sangre que contrasta sobre la tela blanca, la prueba de la virtud que le arrebaté sin ser consciente de ello—. ¿Por qué no me dijiste que eras virgen, Stella? ¿Por qué no me dijiste que yo era el primero?

Por unos segundos me quedo en silencio, esperando a que asimile la pregunta. Sin embargo, mi expresión se mantiene impertérrita, más rabioso conmigo mismo que con nadie más.

Princesa de AceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora