Stella Di Lauro
Una enorme pelota se forma en mi garganta y me detengo a mirarle como si la vida se me fuera en ello.
Él se entrega... a mí. Millones de emociones corren por su expresión y yo puedo ver cada una de ellas. Nunca me había sentido tan abrumada por tener alguna clase de poder.
Se supone que somos las chicas quienes nos entregamos, sobre todo en casos como el nuestro donde el hombre la persigue hasta lograr seducirla. Sin embargo, aquí estamos, Enrico está poniendo su fe, sus esperanzas y su corazón en mis manos, arriesgándose a darse de bruces contra la pared y llevarse un buen chichón.
Me parece algo increíble y por supuesto, inesperado, pero la capa cristalina de sus ojos avellanas termina por convencerme. Y es que nuestra historia no es igual a tantas otras y nosotros no somos una pareja muy normal que digamos.
Él se entrega y yo lo acepto. Ni siquiera necesito pronunciarlo en voz alta, puesto que con mi mirada es más que suficiente. En este preciso instante, ambos sabemos lo que piensa el otro, lo que siente y lo que espera.
Las cartas han sido tiradas sobre la mesa y nuestro destino ha quedado sellado. No me quedan dudas de que él y yo hemos quedado unidos de por vida a través de un hilo invisible.
Lo... quiero. Sí, ya es tiempo de admitir que me he enamorado hasta las trancas y no hay vuelta atrás.
Emito un pequeño suspiro antes de aferrarme a sus hombros y unir nuestros labios en el más abrasador de los besos, esperando que mi gesto sea suficiente para responderle, puesto que todavía no estoy preparada para pronunciar palabras tan grandes en voz alta.
—Me importas mucho, Enrico —murmuro contra su boca—. Tú... has sido el primero y el único... en todos los sentidos.
—Ambos somos nuevos en esto —repone él—, pero creo que estamos lidiando muy bien con ello.
Pega su frente a la mía al mismo tiempo que nuestras respiraciones se vuelven una sola.
—Hoy has dicho palabras muy bonitas, Falconi —añado tiempo después—. ¿Qué hierba fue la que te dieron a fumar anoche?
—Más bien qué no me dieron —replica—. Te quiero en mi cama, Ella, en el escritorio de la oficina e incluso aquí, en la casa de la mujer que adoro como una segunda madre.
—¿Me quieres aquí? —cuestiono juguetona a la vez que contoneo mis caderas sobre su regazo. El bulto duro como una roca despierta al instante, activando mi deseo también—. ¿Ahora?
—Creo que mi cuerpo habla por sí mismo —indica removiéndose inquieto, provocándome un delicioso ardor en los lugares donde su masculinidad me roza.
—¿Crees que encontraríamos algún rincón de la casa para... estar juntos? —deposito un suave beso sobre su cuello. Jamás he hecho esto de seducir a un hombre, pero debo admitir que se me da muy bien.
—Estoy seguro de que sí —responde él con la voz congestionada—. Ella, joder, me éstas matando.
—Me dijiste que te entregabas a mí en bandeja de plata —toco sus labios con mi aliento, sin llegar a establecer contacto directo con los míos—. ¿Significa eso que puedo comerte?
—¡Sí, m@ldita sea! —exclama desesperado—. ¡Hazlo ya!
—Exigente, me gusta —sonrío antes de absorber su labio inferior con mi boca. Le mordisqueo, lamo, tiro de él y después lo dejo escapar, sintiendo como la tensión sexual entre los dos crece a niveles incomparables—, pero soy una niña decente, Falconi —me levanto del sillón con un repentino movimiento para luego inclinarme hacia adelante bajo su atenta mirada—. No voy a profanar la casa de tu nana.
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Princesa de Acero
RomanceElla ha decidido seguir los pasos de su padre y convertirse en la empresaria joven más exitosa de Italia. Por supuesto, para llegar a donde está, debe hacer pequeños sacrificios. Su prioridad número uno es el trabajo, por tanto, para ella no existe...