76. ME COMPLETAS

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Stella Di Lauro

Resoplo por enésima vez sintiéndome como una estúpida aquí sentada en el sofá del salón principal de la casa mientras mi padre y mi novio caminan toda la casa peleando.

Donde uno quita algo, el otro la pone y hasta por un puñetero cenicero discuten. ¡Un cenicero! Lo peor de todo es que ninguno de los dos fuma.

—No vas a abrir un jodido hueco en mi pared, Falconi —advierte el Magante de Acero.

—O me dejas quitar tus horrendas pinturas, si es que así se les puede llamar —contraataca el otro—, o te lleno la casa de agujeros, Di Lauro.

—¡Atrévete!

El desafío parece incentivar más a mi chico, quien se apresura a encender el motor del taladro.

—Me importa un rábano tu cara asesina —le señala—, voy a poner mis fotografías y las de mis padres, quieras o no.

—¡Búscate una casa en la que mandar, porque esta es mía! —mi progenitor explota rabioso.

—¡Ya la tenía! —su yerno no se echa atrás—. Estaba muy tranquilo en mi ático con mi mujer y mi hija hasta que llegaste arrastrándote por el suelo para rogar que me mudara a la mansión.

—¡Yo no te rogué!

—Sí lo hiciste —mamá y yo hablamos al mismo tiempo.

—¡Qué no!

Pierdo la cuenta de las rabietas que ha armado esta semana, así como de la cantidad de resoplidos frustrados que suelto por día.

—Mira, papá —decido intervenir ante una nueva trifulca—, estamos aquí porque tú lo has pedido y si no quieres que Enrico acomode sus cosas, pues nos devolvemos al ático y listo.

—Tú no vas a salir de aquí, Ella Di Lauro —replica imponente.

—¡Pues entonces te aguantas y le dejas colgar los puñeteros cuadros donde le pegue la gana! —me levanto de un salto del sofá y los ojos de todos se abren como platos en el acto.

—Ella —mi novio viene hasta mí con cara de terror—, siéntate, por favor.

—¡Qué estoy bien, joder! —protesto frustrada de tanta paranoia—. El único problema que tengo ahora es el estrés que me causáis con tanta estupidez.

—Ya se le están revolucionando las hormonas —comenta mi madre medio divertida—, pero de verdad debes sentarte, cielo.

—De hecho —añade Federico con su buen juicio. Desde que salí del hospital parece otro. Hay algo que le atormenta y el hecho de que no me quiera contar me pone inquieta—, deberías subir a descansar. Has tenido bastante actividad hoy para ser solo medio día.

—¡No voy a ir a ningún lado! —exclamo aún de pie—. Quiero que acabéis la jodida mudanza de una vez para poder marcharme a mi cuarto y acurrucarme con mi novio. He tenido suficiente con una semana de enfrentamientos y protestas. Os vais adaptar a vivir juntos o esto no va a funcionar.

—Aquí no hay arrumacos hasta que no os caséis —refuta el anfitrión de la casa.

—Papá... —le llamo.

—¿Sí?

—Con todo el respeto que te mereces, vete a la mierda.

Él me observa con fiereza a la vez que murmura algo ininteligible entre dientes, pero al final opta por resoplar resignado. Es entonces cuando vuelvo a sentarme.

—La pintura de los padres de Enrico va junto a las de mamá Stella y la de vosotros en el pasillo, ¿de acuerdo? —dicto sin espacio a réplicas.

—¿Algo más que desee la princesa? —inquiere el señor Di Lauro con marcado sarcasmo.

Princesa de AceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora