Stella Di Lauro
Me he vestido para él. Todo lo que adorna mi cuerpo es solo para él, incluso he resaltado mis ojos con cosmético azul para profundizar el de mis ojos y me he puesto un vestido ajustado y más corto de lo que acostumbro para mostrar mis piernas, esas que tanto dice que le fascinan.
Le echo mucho de menos y ver a mi hermano haciendo el idiota con la vista fija en mí no me ayuda.
Me sigo poniendo de los nervios cada vez con más intensidad y sé que acabaré explotando pronto.
En la casa parece que hay una maldita comunión, llena de gente. ¿Desde cuándo nuestra familia es tan grande?
La verdad es que con los años no ha hecho más que aumentar y si a eso sumamos las fulanas que se han traído los cuatro jinetes del Apocalipsis, podría afirmar que hay media Florencia en mi casa.
Sin embargo, quien a mí me interesa no está. Yo le necesito a él.
—¿Quieres decirme qué rayos te sucede? —se atreve este hombre que detesto a preguntarme.
El jodido Diablo Frost disfruta tanto al molestarme a mí, como a mi padre. Original y copia nos llama.
—A mí déjame en paz y vete con tu música a otra parte —escupo empezando a rozar la histeria, sin importarme el gesto severo de mis tías.
Yo me encojo de hombros y me mantengo muy digna en tanto juego con la comida en mi plato, la cual apenas he probado. Si no quiere malas contestas que no me hable.
—Vaya, hoy estás más insufrible de lo habitual, niña estúpida.
—Deja a mi sobrina en paz —intercede por mí el tío Pietro y anteponiéndose a su mejor amigo, quien luce a punto de saltar sobre la mesa y clavarle el tenedor que sostienen sus manos en la yugular de su peor enemigo.
—A mi hija no la llamas estúpida, imbécil —espeta conteniéndose debido al aguante de mi madre.
—La verdad siempre por delante, Di Lauro —manifiesta el americano como si nada—. Además, la culpa es tuya que la has creado a tu semejanza.
—Y a mucha honra —acepta papá—. Al menos mis hijas se parecen a mí. No es que tú puedas decir lo mismo. Me pregunto si en verdad las habrás engendrado.
—¡Adriano! —las mujeres en la mesa abren los ojos como platos con las pupilas desorbitadas—. ¿Cómo se te ocurre decir semejante cosa?
—Solo digo lo que pienso.
—¡Con mi familia no te metas, magnate de quinta! —el Diablo se levanta de la mesa con un brusco movimiento, tirando servilleta y cubiertos a su paso—. Que bien puedo ventilar trapitos sucios de la tuya si me apetece.
—¡Ni tú con la mía, psicópata del Infierno! —rebate el italiano imitando sus acciones—. Cuando estás en mí casa te atienes a mis reglas, así que te toca tragarte la lengua y dejar de provocarme.
—Eso tiene fácil solución —pronuncia su contrincante en tanto el resto mos mantenemos en silencio, acostumbrados a escenitas como estas cada vez que nos juntamos—. Leah, recoge a las mellizas que nos vamos.
—Aquí nadie va a ir a ningún lado —interviene mi tía—. Siéntate, Frost —ordena con una voz imperativa muy parecida a mi madre, quien a su vez hace lo mismo con su marido—. Deja de provocar y tú, Adriano, podrías ser un poquito más tolerante.
—No me toques las narices, Leah —espeta mi padre entre dientes—. ¡Qué ya me siento, Cassandra! ¡Joder! Si parecéis hermanas en vez de amigas.
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Princesa de Acero
RomansaElla ha decidido seguir los pasos de su padre y convertirse en la empresaria joven más exitosa de Italia. Por supuesto, para llegar a donde está, debe hacer pequeños sacrificios. Su prioridad número uno es el trabajo, por tanto, para ella no existe...