61. MINUTOS ROBADOS

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Enrico Falconi

Ajusto los gemelos de mi saco, preparado para el dictamen del juez. Las vacaciones se acabaron, es hora de salir a la calle para buscar al hijo de puta que quiere joderme y antes de que pierda la cabeza con el nuevo oficio de mi mujer.

—La solicitud de libertad bajo fianza a espera del juicio es denegada —anuncia el hombre, paralizándome al instante. Su boca continúa moviéndose, pero yo ya no escucho.

«Denegada»

No, es imposible. Todo estaba claro y arreglado. Alzo la vista para toparme con la misma perplejidad en Adriano Di Lauro.

¿Qué estúpido se atreve a desafiar al dueño de la ciudad?

La mandíbula se me contrae al mismo tiempo que la suya, con la ira aflorando a través de la sangre y asentimos en sincronía.

Tendremos que pasar al Plan B, pero antes... debo enfrentar la situación que me espera en el pasillo, destruir las esperanzas de mis chica, quien luce más preciosa que nunca esta mañana.

«Me he vestido para ti», me dijo antes de entrar al juzgado. «Voy a llevarte a casa y dejar que me lo quites»

Mi Princesa de Acero... Jamás quise arrastrarla a esta porquería de situación. Ahora está metida hasta las narices jugando a los detectives y yo... encerrado tras una reja sin poder hacer nada en absoluto.

Sigo moviendo los hilos a través de mi equipo, pero nunca he sido un hombre de jugar ajedrez como Adriano. Yo prefiero la acción y en la estación de policía resulta imposible. Sobre todo ahora, que supongo que deben trasladarme a una  cárcel de Estado.

—¡Enrico! —apenas me ve se lanza a mis brazos sin detenerse a mirar nada más, como si yo fuera el centro de su mundo. Recuerdo su declaración entre los barrotes de la estación y tiemblo bajo su tacto. No es justo. ¿Hasta cuándo la vida nos va a poner a prueba?—. ¿Nos vamos a casa?

Me remito a contemplar sus hermosas esferas azules por lo que parece una eternidad y ahogar su siguiente pregunta en mi boca.

La echo de menos, cada órgano de mi cuerpo la echa de manos y sí, mi polla la extraña más que nadie.

»¿Qué pasa? —al alejarnos me percato de las lágrimas corriendo por sus pálidas mejillas. Entonces, desvía la mirada hacia mi espalda—. ¿Por qué estás esposado?

En el fondo ha deducido la respuesta, pero aún así, soy consciente de que necesito escucharon de mis labios.

—Ese vestido tendrá que esperar un poco más...

—No —solloza.

—Y tú también —culmino manteniendo la postura. No es el encierro, ni los cargos, ni siquiera la muerte lo que me quiebra o me destruye, sino ella, el sufrimiento que estoy presenciando en estos momentos.

—¡No! —se aferra a mi pecho y me las arreglo para sostener su peso con las muñecas esposadas—. ¡¿Por qué?!

—Ella...

—¡No! ¡No os lo vais a llevar! —grita fuera de sí a los agentes de policía—. ¡¿Me oís?! No os lo voy a permitir.

—Ella, cálmate —pido al verla hiperventilar y comienzo a forcejear con las ataduras sintiéndome tan impotente como nunca en mi vida. Necesito abrazarla, envolverla mientras le aseguro que todo estará bien—. ¡Joder, soltadme!

—Si no se tranquiliza, nos lo llevaremos, señor Falconi —advierte uno de los guardias, haciéndome maldecir a la vez que me alejan de la mujer que amo.

Princesa de AceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora