51. LAS APARIENCIAS ENGAÑAN

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Stella Di Lauro

El vino cae al piso y mancha la pulcra alfombra al mismo tiempo que se escucha el sonido del cristal al fragmentarse.

—Bueno —el muy cretino se ríen mientras se limpia la sangre en la comisura de la boca con la yema de los dos—, estaba claro que no esperaba esa reacción.

—Entonces eres es un iluso —bufo con una despectiva sonrisa—. ¿Cómo te atreves a siquiera intentar coaccionarme? Tú, un insecto insignificante, te crees capaz de meterte con el último Falconi y encima, presionar a una Di Lauro.

—Os creéis mucho por vuestro apellido.

—Recuerdo a la perfección que fuiste precisamente tú quien habló sobre el estatus social y la superioridad —alego—. No sé lo que te propones con todo esto y siendo honesta, no me importa —añado en mi postura más imponente—, pero te advierto por las buenas que detengas la payasada y me des esos papeles falsificados.

—No, querida —se atreve a darme la espalda para servirse otra copa de vino como si nada—, el asunto no es así de fácil. Pudo haberlo sido —se acerca de forma amenazadora—, pero tú lo escogiste a él.

—¿Pero de qué leches hablas? —me envalentono a la vez que frunzo el entrecejo—. Yo nunca te di alas para que desarrollaras esa pequeña fijación que tienes conmigo. De hecho, ni siquiera me caías bien —paseo la vista por su figura desde los pies a la cabeza con desdén—, ahora comprendo por qué. Despídete de tus ambiciones sobre Sudáfrica o tu ascendencia social, porque estás acabado.

—En ese caso me llevo a tu príncipe heredero conmigo —repone dando un sorbo a su bebida antes de ir por una carpeta y extendérmela—. Tómate tu tiempo para leer con cuidado.

Reviso los papeles bajo su atenta mirada, conteniendo la rabia y los jadeos al repasar cada hoja. En mis manos tengo las fotos que me envió hace una hora en vivo y en directo.

—¿Y qué quieres que haga con esto? —lo arrojo con desprecio al mini-bar—. No es más que basura.

—Te garantizo que el contenido de esos informes son tan auténticos como la firma del Falconi.

—Supongamos que te creo —me llevo una mano al cuello con delicadeza mientras muerdo mi labio inferior. Este idiota piensa que puede jugar conmigo. Está visto que no me conoce bien—, ¿qué buscas con tu pequeña treta, aparte de provocar tu propia caída por supuesto?

—Quiero tus acciones en el proyecto de Sudáfrica.

El silencio se apodera de la sala por unos instantes y luego... mi carcajada hace eco en toda la suite.

—Tú sí que estás mal de la cabeza, Dawson —me mofo sin para la risa—. Eres más iluso de lo que pensaba.

—Hablo muy en serio, Stella —vaya, ahora luce un poco indignado—. O me das las acciones o te veo programando visitas conyugales en la prisión para ver a tu noviete.

«¡Por todos los dioses!»

¿Cómo fue que mi padre terminó dando con este imbécil?

Tan caballeroso y beneplácito que lucía...

Ya entiendo a mi abuela cuando dice que hay que irse con pie de plomo con los simplones de sonrisas bobaliconas. Ahora más que nunca, compruebo que las apariencias engañan.

—Atrévete —le encaro sin amedrentarme—, hazlo y sentirás el peso de mi pie al ser aplastado como una cucaracha.

—Te estoy dando una oportunidad, querida y no habrá otra —indica manteniendo la frialdad—. Te aconsejo pensarlo con detenimiento antes de desperdiciarla.

—Vas a quemar todas las copias que tienes de esta porquería llena de falsedad —amenazo con claridad al mismo tiempo que recojo la carpeta. Necesito examinarla al detalle y asesorarme con mi tío— y te vas a perder en Londres sin hacer un solo movimiento en falso.

—Al parecer, no he sido lo suficiente claro, querida.

—Eres tú quien no lo ha entendido, Dawson —refuto con fiereza—. Haz cometido un pecado capital al meterte conmigo y con ello, haz cavado tu propia tumba.

—Si sales por esa puerta, lo lamentarás.

Retrocedo de inmersión con cara de asco cuando se propone tocarme.

—Mírame hacerlo. Quémalas ya, Dawson —reitero— y puedes dar nuestros tratos por terminados.

Me encamino hacia la puerta, sin embargo...

—Tal vez deba recurrir a su hermano adoptivo —me detengo en seco al escucharle—. Lucas Costa, el piloto de coches del momento —los músculos se me ponen rígidos como las piezas oxidadas de un reloj a medida que la rabia desencadena espasmos dolorosos en mi bajo vientre—. Sería tan fácil arruinar la carrera de una estrella en ascenso. Sobre todo si ésta involucrado con patrocinadores de reputación dudosa.

Vuelvo sobre mis pasos y volteo a verle con la expresión más amenazadoras que he puesto jamás, sintiendo la adrenalina correr por mis torrente sanguíneo.

Aprieto los puños con la intención de volver a pegarle, pero al final decido dejarlo por la paz. Solo está probando fuerza para timarme y no va a conseguirlo. Esta escoria no va a poder con la familia de Acero y Enrico Falconi. De hecho, me extraña que haya llegado tan lejos.

—Voy a devolverte a la alcantarilla de la que jamás debiste haber salido, Leonardo Dawson —enuncio con una voz heladora que me cuesta reconocer como mía—. No tienes ni idea de lo que has hecho.

—Me estás lastimando, querida Stella —se toca en pecho fingiendo dolor—. Espero que recuerdes al pie de la letra tus palabras cuando regreses aquí llorando.

—Ten por seguro que sabrás de mí.

Salgo disparada hacia el ascensor y una vez se abre en la planta baja, corro hacia la salida sintiendo que me ahogo.

Todo mi cuerpo tiembla, mis pulmones agonizan debido a la falta de oxígeno y el corazón me golpea en la boca. Conozco esta sensación y no la he experimentado hace muchos años.

Un ataque de pánico...

«No, no, no»

«¡Contrólate, Ella, joder!»

Inhalo, exhalo y vuelvo a inhalar con lentitud mientras apoyo mi peso en la pierna del Ferrari.

Poco a poco me voy tranquilizando, sin embargo, cuando siento una presencia a mis espaldas, me congelo como el iceberg que destruyo el Titanic.

—¿Sabías que el GPS del coche está vinculado a mi móvil? —inquiere conectando con mi mirada a través del espejo retrovisor del vehículo—. ¿Qué estás haciendo aquí, Ella?

Princesa de AceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora