13. PRESA DE LA FURIA

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Stella Di Lauro

El auto se detiene frente a una especie de oficinas. Los guardaespaldas deben examinar el perímetro primero y al estar acostumbrada a esto por verlo todos los días espero.

Por raro que parezca, mi acompañante se ha mantenido en silencio todo el viaje —el cual no tengo idea de cuánto ha durado—. La música ha sido nuestra más fiel compañera, pese a que no opaca la tensión entre los dos.

Por fin, un escolta le abre la puerta del coche para dejarlo salir. Yo intento hacerlo por mí misma, pero él me lo impide. Enrico rodea el auto y entonces, abre la puerta para mí antes de ofrecerme su mano como todo un caballero.

Me queda más que claro que no lo es y lo demuestro con mi mirada entrecerrada y escrutadora. Sin embargo, decido seguirle el juego.

El contacto de nuestras pieles resulta electrizante y contengo un escalofrío mientras me dejo guiar por un pasillo poco iluminado que me trae demasiados recuerdos. No es tan oscuro como el del club y además, es de día, pero la sensación de dejà vú no me abandona.

Su mano de posa sobre el pequeño escote en mi espalda y dejo de caminar por unos segundos.

Maledeto sea él y toda su estirpe. Es como si múltiples descargas eléctricas me atravesaran al mismo tiempo. Jamás había experimentado una sensación igual.

—Tranquila, princesita —el muy descarado sonríe—, que no muerdo.

Respiro con suavidad reiniciando el camino y logro recomponerme.

—Perdona —dejo ver una sonrisa forzada junto un tono cargado de sarcasmo—, por un segundo lo había olvidado.

—No importa, ya estoy yo aquí para recordártelo.

Me sigue el juego imitando mi sonrisa, pero la de él no parece nada forzada. Por el contrario, le da un aspecto relajado, seguro de sí mismo y... ¡joder! es demasiado atractivo y ardiente para mi sentido común.

Lo odio, lo odio con todas mis fuerzas y odio lo que me hace sentir.

A medida que nos vamos acercando a la luz un ruido de va haciendo más audible y estando a pocos metros, distingo los grititos y coros de gentío.

—¿Dónde estamos? —inquiero confundida.

Pensé que me llevaría a su empresa o al lugar donde se fabrican los coches o algo por el estilo. Esto se escucha como una feria ambulante o un estadio de fútbol.

—Ya lo verás —es todo cuanto dice antes de que dos hombres nos intercepten.

—Señor Falconi —saluda el que parece más viejo—, su sitio está listo.

La luz incide en mis ojos de golpe y debo cerrar los ojos para recuperar la visión. Entonces, algo pasa frente a mí a la velocidad de un rayo, luego escucho otro y al cuarto logro enfocar la vista.

Me quedo clavada en mi sitio cuidando de no abrir mi boca como tonta en tanto contemplo las gradas repletas de gente lanzando vítores.

La pista aparece frente a mí llena de autos que aumentan la velocidad poco a poco.

—Bienvenida al mundo del automovilismo, princesa —susurra el play boy en mi oído.

Me dejo guiar por él hasta unos cómodos asientos alejados de la multitud y saludo a los pocos que los rodean con amabilidad. Algunos parecen niños pijos como él y otros ya son ancianos, pero todos comparten dos cosas: la fortuna y la afición por este deporte.

—¿Te apetece beber o picar algo? —pregunta mi compañero como buen anfitrión al mismo tiempo que nos sentamos.

—Una botella de agua estaría bien, gracias.

De repente tengo sed. Debo reconocer que me siento un poco eufórica ante el escenario.

Minutos después él me tiende mi agua y yo bebo hasta la mitad a la vez que desde un altavoz, el coordinador ordena a los participantes colocarse en posición. La carrera está a punto de comenzar.

—¿Quieres apostar por alguno? —pregunta el Falconi con una sonrisa en el rostro. Hoy está ridículamente agradable y eso me fastidia casi tanto como su petulancia—. Puedes jugarte la cantidad que desees a partir de cien euros. La mayoría de los presentes lo hacen, le da más emoción al asunto.

—Vale —me encojo de hombros despreocupada mientras el sonido de los motores preparados llega hasta mí—. ¿Tienes algún favorito?

—El negro de la derecha —señala la posición con con su mano—, el número cincuenta y tres. El piloto se llama Giulio Valenti. Es joven, pero con un futuro prometedor.

Habla del tema con una pasión que se me hace imposible no mirarle fascinada. ¿Cómo diablos voy a resistirme a él si es jodidamente cautivador?

—De acuerdo —cavilo alejando mis tontos pensamientos que no vienen al caso—, entonces yo apostaré por el blanco de la izquierda, el cuatrocientos treinta y seis.

En respuesta, él ríe divertido antes de llamar a quien al parecer se encarga de las apuestas.

—¿Estás segura? —pregunta al mismo tiempo que le entrego quinientos euros al sujeto.

—Muy segura —enfatizo—. No me cabe duda de que apostando en tu contra siempre ganaré.

—Si tú lo dices —se encoge de hombros en tanto el sujeto se retira después de darme una especie de boleta—. Ahora presta mucha atención porque poco a poco te voy a ir explicando las reglas y el significado de todo. Si te queda alguna pregunta, no dudes en preguntar, ¿vale?

—Vale —asiento de manera automática.

Escucho atenta su explicación, hipnotizada por ese matiz ronco tan característico de su voz. Para mi sorpresa, entiendo todo y la adrenalina me recorre las venas cuando la carrera comienza.

Todo es tan nuevo para mí y fascinante que no pierdo la emoción en ninguna de las treinta y cuatro vueltas. Mi coche es uno de los líderes de la pista, al igual que el suyo y no dejo de maravillarme. Ya faltando dos vueltas para terminar, dos coches se estrellan. Enrico me asegura que los pilotos tienen todos los medios de protección y no corren peligro, pero a mí la impaciencia me puede y acabo poniéndome en pie para acercarme a la barra situada a unos pocos metros de la pista.

Estoy nerviosa, no puedo negarlo h el lo percibe. Se mantiene a mi lado en todo momento a la vez que conversa de manera distraída con sus conocidos. Los últimos cinco segundos de la carrera se me hacen eternos. El auto negro va a la cabeza, otro amarillo detrás y el blanco por el cual he apostado le sigue.

Es como si todo sucediera en cámara lenta. Los tres vehículos se ponen a la par y al cruzar la meta, no se sabe a ciencia cierta quién ha ganado. La ansiada me corroe y lucho contra el impulso de comerme las uñas en tanto espero por el anuncio del ganador desde el altavoz.

Los segundos se vuelven lentos, pero cuando escucho el número cuatrocientos treinta y seis, me vuelvo presa de la euforia y sin previo aviso, me lanzo contra los brazos de mi acompañante.

«Mala jugada»

Casi al instante me doy cuenta de lo que he hecho, pero cuando trato de alejarme, él me atrapa entre sus fornidos brazos no dispuesto a dejarme ir.

Nuestras miradas chocan y me quedo petrificada, su nariz roza la mía y el aire se vuelve denso de repente. Su aliento llega hasta el nacimiento de mi boca, entreabro los labios y en ese preciso momento lo sé: estoy perdida y no tengo forma de escapar.

Princesa de AceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora