49. UNA TRAMPA

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Stella Di Lauro

Por más que intento centrarme en el ordenador, me resulta imposible. Simplemente no puedo apartar la vista del móvil, esperando que la pantalla se ilumine como si se tratara de un milagro.

—Venga, Falconi —murmuro impaciente—. ¡Joder! ¿Por qué leches no me llama?

Desde ayer en la tarde que me envío un escueto mensaje que decía "Esto está complicado, pero lo solucionaré. Te echo de menos", no sé nada de él y me fastidia. Me fastidia tanto como me desconcierta, porque me he acostumbrado a tenerle pululando a mi alrededor.

En un intento por poner todo de mi parte y aparcar este asunto hasta que reviente en mi cara, vuelvo al trabajo.

Sin embargo, no he puesto un dedo todavía en ninguna tecla cuando la puerta de mi oficina se abre y el tornado de acero entra rugiendo....

—¡Tenemos que hablar y bastante!

—Papá —emito un pequeño suspiro al mismo tiempo que me froto las sienes buscando aliviar el dolor. Llevo días sin pegar ojo y el cerebro se me ha ido por el tragante porque no consigo concentrarme en nada. Hasta los cubos de Rubik me dan dolor de cabeza—, necesito trabajar. ¿No puede ser más tarde en casa?

No hace falta adivinar que no me va a gustar lo que sea que quiere decirme y trato de dilatarlo para no mezclar tantos disturbios en mi pobre mente, la cual no da más.

—Va a ser que no —decreta a la vez que avanza hasta mí para sentarse en la esquina de mi mesa, muy cerca de mi endeble actitud.

Suspiro resignada y me dispongo a aguantar el tipo.

—De acuerdo —me paso las manos por la cara, tomándome mi tiempo en los ojos. Los tengo un poco irritados y me arden—. ¿Qué pasa?

—Tú querido noviete —resopla—, está delinquiendo en nombre de la empresa y poniendo en riesgo nuestra reputación. ¿Puedes explicármelo?

Los ojos se me abren como platos, con las pupilas bailando desorbitadas.

Pienso en cuestión de segundos, en las palabras del play boy antes de subirse al avión hace tres días y no me queda duda de la veracidad en las palabras de mi padre.

Sin embargo, no veo al hombre que se ha desnudado frente a mí, capaz de hacer algo así. No lo concibo. Lo quiero matar ahora mismo por no hablar claro conmigo y no contarme, pero no voy a dudar de él.

Lo he prometido...

—Sea lo que sea que tengas para decir —comienzo a posicionarme en mi discurso—, te puedo asegurar que Enrico no ha hecho nada a propósito. Debe ser un simple malentendido y puedes dar por hecho que va a solucionarlo.

Le creo incluso sin tener todos los detalles.

Mi padre no da crédito a mi defensa en favor de mi "noviete", como él mismo ha dicho queriendo bufarse de él y se levanta ofuscado.

No hace falta que lo diga, es que ni lo disimula...

—Le están investigando en Londres por contrabando, Ella. Es que... ¡joder! ¿Acaso no ves lo delicado que es esto?

—Lo veo, papá —asiento recóstandome exhausta en el espaldar de la silla mientras me muevo incómoda—, pero eso no significa que tenga que ser a conciencia. Dale un poco de crédito. Se llama beneficio de la duda.

—Me parece que ya le he dado demasiado de eso.

—Entonces hazlo por mí.

—Ella...

Princesa de AceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora