35. INSTINTOS ASESINOS

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Stella Di Lauro

Mi madre me mira, yo le devuelvo la mirada y luego ambas nos enfocamos en mi padre. Nos ha tomado por sorpresa y ninguna de las dos sabemos qué decir.

—He hecho una pregunta y estoy esperando una respuesta —exige el señor de la casa en su pose más imponente.

—¡Buenos días! —la aparición de los niños nos salva la campana y a la vez, nos obliga a despertar de nuestro letargo.

Sin embargo, papá se mantiene de pie frente a nosotras, impertérrito.

—Es muy temprano para andar tan serio en plan inquisidor, mi amor —alega mamá con tono meloso en tanto le prepara el desayuno al par de adolescentes revoltosos.

—Estabais discutiendo y quiero saber por qué —replica él.

—No discutíamos —salto a la defensiva—. Simplemente tenemos diferencias de opiniones.

—¿Sobre qué? —insiste.

—Cosas de mujeres —interviene mi madre.

—¿Qué cosas?

—¡Cosas de mujeres y fin del tema, Adriano Di Lauro! —dictamina ella a la vez que le observa con fiereza—. Ahora, no me colmes la paciencia y siéntate a desayunar.

Pietro se sonroja levemente, Adriano esconde una discreta risita y yo por mi parte me centro en el zumo de naranja.

Si la gente supiera que el imponente y poderoso Magnate de Acero se transforma en una blanca paloma bajo las advertencias de su dulce mujer, probablemente se convertiría en la burla de la ciudad. Sin embargo, para mí no existe mayor de acto de devoción, fidelidad y de amor. Eso es un privilegio que muy pocos pueden compartir y que, a pesar de mi enajenación, aspiro conseguir algún día.

«Cuando logre deshacerme del pervertido acosador, por supuesto»

Mi padre lanza algún tipo de maldición inteligible en voz baja y se sienta de mal humor. No obstante, en cuanto mamá le extiende una taza llena de café y besa su mejilla con dulzura, deja escapar un resoplido antes de mostrar una media sonrisa.

Hoy parece un buen día para irnos juntos, así que toda la familia se sube a la camioneta familiar para ir dejando uno a uno en su destino correspondiente. Mamá se despide con una clara mirada de «esta conversación no ha acabo todavía, jovencita» y entonces, me quedo a solas con mi jefe, socio y padre.

—No me gusta que me oculten cosas, Ella —declara de buenas a primeras—, lo sabes. Así como tampoco me gusta irme con rodeos.

—Papá...

—¿Qué tienes con Enrico Falconi?

Su pregunta me corta el aliento al mismo tiempo que pone a mi cerebro a trabajar a mil kilómetros por horas.

¡Joder!

¡La madre que lo parió!

Me estoy acordando de todos los antepasados del play boy y me da igual si están muertos. Lo merecen por haber dejado su legado en manos de un troglodita idiotizado con ínfulas de rey.

—Nada... —respondo por fin en un hilo de voz.

—Voy a preguntar otra vez y te advierto que no habrá una tercera —proclama y desde ya, soy consciente de que estoy perdida. He cavado mi propia tumba—: ¿Qué tienes con el Falconi?

—¡No tengo nada, te lo juro! —exclamo exasperada—. Al menos, ya no.

—¿Eso qué quiere decir? ¿Ella? —mi padre establece contacto directo con mis ojos en busca de una mejor explicación y yo en cambio, bajo la cabeza al mismo tiempo que siento cómo un ligero sonrojo cubre mis mejillas—. M@ldito. Voy a matarlo, ¡juro que lo haré!

Princesa de AceroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora