Tu turno

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Maree Sheridan Odair, anteriormente considerada la mujer más hermosa del Distrito 4, yacía pálida y letárgica en el catre que le habían ofrecido en el centro comunitario, donde residían los damnificados por las tormentas de ese año. Aquel refugio no tardó en convertirse en un foco de infecciones conforme el verano dio paso al otoño y se acercaba el invierno. Lo más frecuente eran las gripes epidémicas de los meses fríos; sin embargo, en cuestión de días, un nuevo mal, caracterizado por vómitos, calambres y diarreas que los "secaban" antes de que pudieran llegar al abarrotado hospital general, comenzó a diezmar la población, cobrando las vidas de los más vulnerables en el Distrito 4.

Lamentablemente, y en contra de todo pronóstico, la joven Maree enfermó de ambas cosas al mismo tiempo.

—¿Mamá? —preguntó Finnick desesperado, conteniendo las ganas de llorar mientras intentaba inútilmente hacerla beber algo. Si era sincero, no tenía idea de si lo que hacía era lo correcto, puesto que hacía horas (¿o quizás días?) que su madre no se levantaba para usar el baño o, en general, para nada, pues se mareaba y empeoraban sus náuseas. Por más que insistía y rogaba a todos a su alrededor que su madre necesitaba ir al hospital con urgencia, nadie le hacía caso, respondiendo con excusas sobre la falta de camas y la prioridad a grupos vulnerables de edad en los que Maree no encajaba—. Mamá, te traje esto...

—No deberías salir, amor. Necesitas... debes descansar... ahora... —dijo con dificultad, su garganta lastimada tanto por la gripe como por el ácido que había estado devolviendo durante días. Finnick disimuló su hambre y forzó una sonrisa a pesar de su temor al ver sus labios azules, una novedad, pues antes solo las puntas de sus dedos se habían vuelto azuladas. "Al menos ya responde: quizás coma...", pensó esperanzado, rogando a todo lo bueno porque ya pudiera comer.

— ¡Yo ya comí! — mintió—. Además, ¡Yo estoy bien! ¿No ves? Lo pedí sin sabor para ti; dicen que ayuda con las náuseas.

—No estaré tranquila si no te veo tragar un bocado. Anda, lo partimos a la mitad— así lo hizo, dándole la mitad más grande sin que él lo notara—. Ven, hace frío— el chico obedeció sin chistar, incapaz de discutirle algo al verla tan débil.

—Mami, tengo miedo— confesó Finnick sin pensar, consiguiendo que su abrazo se intensificara.

—No temas, mi amor. Nada de lo que nos pasa ocurre porque sí, y créeme que cuando las cosas no pueden ir peor, es cuando empiezan a mejorar...

— ¿De verdad crees eso, mamá? ¿Después de todo?

—Con mi vida, mi amor: mi vida, que eres tú— su mamá le cantó la misma nana de siempre, acariciando sus cabellos rubios con lentitud y ternuras infinitas, hasta que de repente, con una velocidad que sorprendió y aterrorizó a Finnick, su corazón inquieto se detuvo, de golpe, solo para seguir latiendo veloz, pero débil e inconstante, de una manera que Finnick le fue claro, no era normal y era anuncio de muerte cercana. "Te quiero, mi niño...", fueron sus últimas palabras, para él.

Finnick gritó y corrió a pedir auxilio, y solo cuando mencionó lo del corazón decidieron hacerle caso, pero el niño sospechaba que ya era demasiado tarde. Palabras complejas como "acidosis metabólica", "lesión renal" y "coma" significaron poco para él en el hospital, donde lo forzaron a mantenerse alejado de su madre mientras trataban sus síntomas, hasta que una enfermera le informó con pesar que su madre había fallecido durante la madrugada. Nunca la volvió a ver, pues la cremaron de inmediato por ser un posible "foco infeccioso".

Maree Odair, la mujer más bella del Distrito 4 y su amada mamá, reducida a cenizas junto a sus abuelos por ser considerada un "riesgo biológico". Y a pesar de sus deseos por irse con ella, Finnick mejoró ya en el hospital: vivió, pero se quedó solo.

Contracorriente | La Historia de Annie Cresta y Finnick OdairDonde viven las historias. Descúbrelo ahora