Capítulo 84: El Rey Roto

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Lucenya se tambaleó, su fuerza finalmente cediendo. Antes de que su cuerpo tocara el suelo, Aegon la atrapó en sus brazos, ignorando el dolor de sus propias heridas. La sangre de Lucenya manchaba sus manos y ropa, pero eso no le importaba. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras la sujetaba con desesperación.

-No... No puedes dejarme, Lucenya. No así. Yo... -La voz de Aegon se quebró, y por primera vez en años, las emociones que había enterrado detrás de su título y orgullo lo abrumaron por completo-. Yo te habría dado todo. Hubiera puesto una corona sobre tu cabeza, no habría descansado hasta que todos se arrodillaran ante ti, si eso significaba verte feliz.

Lucenya, con el rostro pálido y el cuerpo debilitado, lo miró con una mezcla de tristeza y resignación. Sus labios temblaban, pero logró reunir fuerzas para hablar.

-Aegon... cuida de Jaehaera. No... no dejes que Alicent la controle. Protégela... de todo. -Su voz era apenas un susurro, pero sus palabras estaban cargadas de la preocupación de una madre.

Aegon asintió con furia, sus lágrimas cayendo sobre el rostro de Lucenya.

-Te lo prometo, Lucenya. Haré lo que sea para protegerla. Pero tú... tú tienes que quedarte conmigo. Por favor, quédate conmigo...

Lucenya apretó los labios, su cuerpo encogiéndose ligeramente mientras su mano se movía hacia su vientre herido. Fue entonces cuando algo en sus ojos cambió, y su rostro se llenó de una devastadora comprensión.

Aegon siguió su mirada y vio cómo su mano temblaba sobre el abdomen ensangrentado. Un silencio ensordecedor se apoderó de él mientras las piezas encajaban en su mente.

-¿Un... un bebé? -murmuró, su voz rota por la incredulidad.

Lucenya cerró los ojos, incapaz de responder. Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas mientras un dolor aún más profundo que el de su herida física la atravesaba.

-Era nuestro... -susurró, apenas audible, mientras su respiración se volvía más débil-. Pero ahora... ya no importa.

Aegon apretó los dientes, una mezcla de rabia y desesperación llenándolo. El había sido el que atravesó su vientre acabando con su propio hijo. Se inclinó sobre ella, apoyando su frente contra la de Lucenya.

-No, no voy a dejar que te vayas. No ahora. No después de todo. ¡Por favor, Lucenya! ¡Quédate conmigo!

Ella lo miró una última vez, sus ojos llenos de dolor y una débil chispa de amor que aún quedaba por él.

-Cuida... de nuestra hija. Hazlo por mí. -Con esas palabras, su cuerpo se relajó en sus brazos, dejándolo solo con el peso de su promesa y el vacío de una vida que ahora parecía estar desmoronándose a su alrededor.

Aegon se quedó allí, sosteniendo a Lucenya en sus brazos mientras la batalla continuaba a lo lejos. Las lágrimas caían sin control mientras abrazaba el cuerpo de la mujer que amaba, la que había perdido tanto y ahora, quizás, para siempre. En un intento desesperado acercó sus labios a los de ella y la besó, con la esperanza de que despertara, pero está no era una historia de cuento de Hadas, su corazón finalmente comprendió que ese sería la última vez que sus labios volverían a tocarse.

Aegon levantó la mirada al cielo, gritando de dolor mientras el eco de su grito se mezcla con el rugido de los dragones. En ese momento, la guerra dejó de ser una lucha por un trono y se convirtió en un abismo de pérdidas irreparables.

El rugido de Valkar, el imponente dragón negro apodado el Devorador de Almas, resonó con furia en el cielo. Había sentido la conexión con su jinete romperse de forma definitiva. La muerte de Lucenya lo había liberado, pero no en calma, sino en rabia. Con sus ojos rojos llameantes, descendió sobre el campo de batalla, incendiando a soldados de ambos bandos, sin distinguir aliados de enemigos. El suelo tembló bajo sus poderosas alas, y el aire se llenó del olor a cenizas y carne quemada.

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