8. Entre Isengard y la montaña (I)

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Capítulo 8. Entre Isengard y la montaña (I)

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Los gruñidos de la bestia se oían muy cerca y erizaban la piel de Érewyn que galopaba a lomos de Fanor todo lo deprisa que el Meara era capaz. El truco había funcionado y ya llevaban varios kilómetros con el huargo a sus talones.

"Debí haberle quitado la montura", pensaba Érewyn, convencida de que unos kilos de menos habrían ayudado al caballo a mantener el ritmo. Porque a pesar de su nobleza y su fortaleza, la muchacha notaba que Fanor comenzaba a estar cansado. Su respiración se había vuelto muy forzada y el sudor le empapaba las crines.

El huargo, en cambio, parecía tan fresco como al inicio. La chica podía oír cómo las garras de la criatura desgarraban el terreno con cada tranco, y cuando se giraba levemente para comprobar la distancia a la que se encontraban de él, siempre le veía a la misma.

Debía hacer algo. Fanor no aguantaría mucho rato más a ese ritmo y morirían los dos.

Érewyn tanteó el lateral de su cinturón hasta palpar la empuñadura de su daga. La desenvainó y respiró profundamente. Jamás había hecho algo así, pero de todos modos ella formaba parte de los jinetes de Rohan. Nació para montar a caballo y para luchar, aunque esta vez sólo tendría una oportunidad.

Acortó las riendas de Fanor y trató de herir al huargo lanzándole la daga. El arma se clavó en el hocico de la bestia y ésta cayó al suelo revolcándose de dolor.

Érewyn detuvo el galope de Fanor y observó al huargo desde la distancia. La respiración de ambos era acelerada y el sudor del caballo empapaba por completo su pelaje.

Un gruñido del monstruo indicó a Érewyn que aquella pesadilla aún no se había acabado, y, aterrada, vio cómo se levantaba y reanudaba de nuevo la carrera, en dirección a ellos, esta vez más rabioso que nunca.

La muchacha arreó a su caballo para reemprender el galope lo más rápido que podía, y el animal la obedeció a duras penas.

Como la velocidad punta del caballo ya no era la del principio, Érewyn se vio obligada a introducirse entre la arboleda donde Legolas había matado a los trasgos la noche anterior. Estaban ya a mucha distancia de la fortaleza, y dudaba que hubiera nadie en las inmediaciones que pudiera ayudarla.

La agilidad del caballo entre los árboles era asombrosa y el huargo se pasaba de largo cada vez que Fanor hacía una finta entre arbustos, lo que les permitía ganar ventaja. La bestia era mucho más pesada y torpe que su caballo.

En una última muestra de instinto de supervivencia, la mente de Érewyn se encendió, recordando que, según los mapas que tantas veces había estudiado junto a su institutriz, justo al norte de allí, y no muy lejos, estaban los acantilados del Río Nevado.

Contra toda lógica, Érewyn desvió el galope del caballo hacia el exterior de la arboleda, en dirección al norte. El rugido del huargo aún resonaba en sus oídos pero la bestia parecía ya cansada.

El par de kilómetros que separaban el arroyo del acantilado se le hicieron eternos, la muchacha sólo podía desear que esta vez su plan surtiera efecto y que el caballo resistiera aquellos últimos centenares de metros.

El borde del acantilado se hizo visible en la distancia y Érewyn oía a Fanor resoplar, extenuado.

—¡Vamos chico! ¡Esta vez vamos a conseguirlo! ¡Sólo un poco más! ¡Sólo un poco más! —exclamaba la muchacha.

Caballo y bestia se dirigían a toda velocidad hacia el borde del abismo y ninguno de los dos variaba el rumbo. El huargo, completamente cegado, ganaba terreno centímetro a centímetro y ya sólo le separaba un par de metros de la grupa de Fanor.

La Luz de Edoras (El Señor De Los Anillos - Legolas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora