El Concilio de Eryn Lasgalen. Parte I

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La tentadora y pronunciada curva de las caderas que se adivinaba bajo las sábanas y que le atraía irremediablemente. El rojizo de aquellos labios, contrastando con su tez clara, tentándole como la más sugerente de las frutas. La sombra de aquellas largas pestañas sobre los pómulos salpicados de diminutas pecas. El tacto suave de los cabellos que ahora regaban el lecho, despeinados y rebeldes, delatando la intensa actividad que se había sucedido entre ambos. Su pecho subiendo y bajando, tranquila y pausadamente...

Por todos los Valar... ¿Había sido siempre así de hermosa?

Intoxicado de amor por ella, Legolas la miraba dormir temeroso de que aquel ansiado sueño que al fin vivía se evaporara como el humo en el preciso instante en que sus ojos se separaran de la figura durmiente. Érewyn era lo más parecido a una divinidad que había contemplado jamás. Pero ahora debía añadir un extra al embrujo que ella ejercía sobre él desde hacía tanto tiempo: el dulce veneno de conocer el máximo exponente del placer. Aún no podía sacarse de la cabeza el gesto urgente de su rostro mientras gemía su nombre y el movimiento inconsciente y febril de sus caderas en pos de sentirle más y más enterrado en ella.

Tan sólo con recordar eso podía Legolas sentir a la bestia que se ocultaba en su interior comenzando a aullar de nuevo.

Pero suspiró y sonrió con ternura. Recostó la cabeza sobre el antebrazo y, acariciando sus cabellos, se negó a sí mismo la posibilidad de lanzarse sobre su presa.

No, no podía despertar a su ángel. Aparte de por consideración hacia ella, Legolas no deseaba que despertara porque tan sólo hallarse a su lado, desnudo y compartiendo el lecho, era para él un privilegio, un placer visual que tampoco estaba dispuesto a negarse.

Tenía todo el tiempo del mundo para disfrutar de cada momento con ella.

Pero entonces, los párpados de la rohir temblaron y su respiración se intensificó.

La muchacha emitió un suave quejido. Notó apenas un leve cosquilleo en su cabeza y, presa aún del sopor, abrió un poco los ojos. La luz entraba a raudales por los enormes ventanales de su nueva alcoba, y junto a ella, tumbado de costado en la cama y mirándola completamente absorto, estaba Legolas. En su dedo enrollaba y desenrollaba con aire juguetón uno de sus mechones rizados, de ahí el cosquilleo que la había despertado.

—Hola, dormilona —dijo él, acariciando su sien esta vez.

—Hola... —graznó Érewyn y carraspeó. Su voz por la mañana distaba mucho de ser una dulce melodía a oídos de nadie.

—¿Te he despertado? —murmuró él.

—N-no... —mintió ella.

Se frotó los ojos y desvió su atención hacia el ventanal. Por allí entraba mucha más luz que en su antigua alcoba y el verdor que entreveía entre las vaporosas cortinas, ondeantes a la brisa, la hizo sonreír.

—Me gusta mucho nuestra alcoba. Todo esto es precioso.

—Lo es —dijo Legolas, simplemente. Sonrió y continuó enrollando aquel tirabuzón en sus dedos.

Era su tercer día de casados. Habían pasado los dos anteriores sin separarse un instante, descubriéndose el uno al otro ávidamente; hallando las mil y una formas que podía tener el deleite; gozando del suave tacto de la piel, de las caricias en ocasiones etéreas, y demandantes, rudas, en otras; entre besos tiernos o hambrientos; o charlando y desvelando así misterios aún existentes entre ambos. Apenas perdiendo el tiempo justo para comer y quedándose dormidos, una en brazos del otro, a altas horas de la madrugada, presos de la extenuación.

El agotamiento había hecho presa de Érewyn durante la víspera anterior, en el jardín, cuando yacía en brazos de su esposo, tumbados ambos, observando el cielo teñirse del color violáceo del crepúsculo. Ni siquiera sabía cómo había llegado al lecho.

La Luz de Edoras (El Señor De Los Anillos - Legolas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora