La caída de Barad-dûr

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Su padre...

Su hermano... Eglaron...

No era cierto. No podía serlo.

Thranduil, el gran rey elfo que había defendido su reino y su gente durante milenios, tomando el testigo que su padre Oropher le dejó siendo muy joven, no podía caer bajo el pie de uno de los secuaces de Sauron, aunque fuera un espectro del anillo.

Y Eglaron, el mejor arquero del Bosque Oscuro, el mejor guerrero que había visto el reino desde que el mismo Thranduil empuñara su espada por primera vez, tampoco podía perecer ante el Señor Oscuro.

Su linaje era muy poderoso. La grandeza de la casa de Oropher había pervivido durante miles de años y Sauron nada podía en contra de ellos. Sólo contaba con las mentiras, eso era lo único que podía hacer flaquear al enemigo.

Legolas recordó la cota de malla de Mithril de Frodo, mancillada por las manos del sirviente de Sauron.

Y sin embargo, el Señor Oscuro no se había presentado aún ante ellos con todo su poder.

Y sin embargo aún moraba "preso" en su propia torre, cautivo de un poder incompleto.

Aún no les había llegado la hora a ninguno de ellos...

... Y a él tampoco.

Gwaigir gritó ensordecedoramente en el mismo momento que Legolas dio una vuelta en el aire.

Sacó una de sus dagas del carcaj y con un movimiento rápido la incrustó en el espacio entre el marco y la puerta, como una piqueta sobre el hielo. Se agarró con todas sus fuerzas a la empuñadura, desesperadamente, mientras notaba cómo iba perdiendo velocidad poco a poco.

Cuando Legolas abrió los ojos, que había cerrado a medias por el esfuerzo y por el horror de la caída al vacío, lo único que vio fue la cercana pared de roca. Sus brazos estaban encogidos, sus manos aferradas a la empuñadura de su daga y los latidos de su corazón seguían el ritmo vertiginoso de su respiración.

Por primera vez en su vida, Legolas sudaba, y de verdad. Las gotas resbalaban por sus sienes a la vez que el elfo asimilaba que aún estaba vivo. Sus reflejos habían sido lo suficientemente rápidos como para salvarle de una muerte segura. Sus oídos estaban ensordecidos aún por un molesto zumbido, fruto del nerviosismo.

Expulsaba el aliento sobre sus propios antebrazos, que sufrían por la tensión. Cerró de nuevo los ojos, aliviado, y los abrió enseguida.

Miró abajo. Se había detenido a poco más de cinco metros de altura. El zumbido comenzó a cesar y reconoció su nombre por encima del griterío de la batalla.

— ¡Legolas! ¡Resiste! — Éomer se abría paso a espadazos inhumanos por entre la muchedumbre enemiga. — ¡Rohirrim!

Los jinetes que oyeron el inconfundible grito de guerra de Éomer acudieron con presteza, ayudándolo a despejar la zona junto a la puerta.

Pero antes de que sus amigos consiguieran controlar del todo el lugar, la hoja de su daga se partió, y Legolas cayó, incrédulo, golpeándose violentamente contra un saliente de la pared rocosa. Fue una fea y aparatosa caída pero lo peor era que Éomer no había conseguido aún llegar hasta el lugar, y el rohirrim vio, con pavor, cómo un par de Orientales comenzaron a correr hacia el elfo, que se hallaba inmóvil en el suelo.

— ¡GIMLI! — Gritó Éomer.

Pero el enano ya había visto la escena y llegó a tiempo junto a su rubio compañero, blandiendo peligrosamente su hacha y cercenando cuantas cabezas enemigas osaban por acercarse a él.

La Luz de Edoras (El Señor De Los Anillos - Legolas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora