Luz en la oscuridad

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—Se precipitó, se arriesgó demasiado en su afán por ver muerto al Comandante de las hordas enemigas —se lamentaba Eglaron.

—Era lógico, amenazó con matar a su prometida. Cualquiera en su lugar habría descendido hasta el averno para matar a quien osara hacer algo así —masculló Veryan.

—¡Legolas! No te rindas muindor...

Ruido de vasijas, de botellas entrechocando, de carreras apresuradas, de frases urgentes tanto en sindarin como en la Lengua Común. La voz de los sanadores, del Rey, de Eglaron y de Veryan, intercambiando información. Érewyn escuchaba todo esto sin ser capaz de procesar nada. Sus sentidos estaban volcados tan sólo en él, en su aspecto deplorable, en la sangre que continuaba perdiendo, en la herida sobre la que había estado presionando desde que Thranduil le depositara en aquella improvisada camilla.

Temblaba y por entre sus dedos se escurría el rojo, lento pero constante. Teñía la ropa de él, la del Rey y ahora también la de ella. El olor metálico la torturaba y el sonido de su respiración, alarmantemente débil provocaba que las lágrimas no dejaran de fluir.

En un determinado instante un sanador se hizo hueco entre ella y Legolas para realizar las curas necesarias en sus heridas. La del hombro era un feo corte provocado por una espada con el filo sucio. Pero la de la pierna... La sola visión de semejante destrozo cuando el sanador hizo jirones el pantalón hizo que Érewyn se mareara. Había visto heridas horribles anteriormente y tratamientos de urgencia para atajar infecciones y hemorragias, pero ninguno había afectado a un ser tan amado.

Sollozó en medio del horror. Aclaró su visión borrosa frotándose los ojos con el dorso de su mano manchado de sangre. Al volver a mirar su muslo vio más sangre abandonando aquella fea herida a pesar de haber sido cosida y tratada otra vez con enthële.

Eglaron, de pie junto al lecho observaba a su hermano sin dar crédito, no era capaz de asimilar lo que estaba por suceder. Nadie lo era. Ni él, ni Érewyn, ni el Rey, ni Rissien, ni los sanadores, ni los guerreros que habían sido valiente y sabiamente capitaneados por Legolas, ni los rohirrim. La cada vez más cercana muerte del príncipe Legolas era el suceso más oscuro que había enfrentado el pueblo élfico desde hacía milenios y se les antojaba una pesadilla terrorífica.

Unos pasos rápidos se adentraron en la tienda y se detuvieron junto al Rey.

—El antídoto no estará listo, mi señor —dijo finalmente el Maestro Sanador—. Para fabricarlo necesitamos una semana más, por lo menos. Y por mucho que ralenticemos el sangrado de esa herida la toxina le vencerá en dos días como máximo... Es imposible —sentenció—. No hay nada que hacer.

Thranduil nada respondió. Se acuclilló frente a Érewyn, al otro lado del yaciente Legolas y acarició la fría sien de su hijo. Apenas deliraba ya, tan sólo su respiración dificultosa les quedaba por oír.

Ella alzó la vista y le miró entre despeinados mechones de su propio cabello, implorante, como esperando que el magnífico Rey Elfo guardara bajo la manga una posibilidad, una esperanza remota, algo que devolviera la vida a Legolas. Pero Thranduil estaba totalmente devastado.

—Se precipitó, sí. Y lo hizo porque deseaba acabar ya con esta situación —musitó el Rey, con los ojos clavados en los de ella—. La única manera de regresar a vuestro lado era matando al cabecilla. Todos los que entendemos algo de estrategia militar sabemos lo que buscaba Legolas.

Rissien chasqueó la lengua y movió la cabeza de lado a lado.

—¿De dónde han podido sacar esos engendros de pesadilla? ¿Quién tiene el poder para modificar una especie hasta el punto de ser tan dañina? —masculló, contrariado, la vista fija en el pecho del príncipe que subía y bajaba de forma errática. No soportó más la visión y caminó hasta la puerta de la tienda.

La Luz de Edoras (El Señor De Los Anillos - Legolas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora