Esperando una señal

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No creía estar preparado para el torrente de emociones desconocidas que sintió recorrer su cuerpo cuando entró en Edoras. Las palabras de Gimli le hicieron reaccionar, sí, pero guiaba el caballo como un autómata mientras veía que se le acababa el tiempo para decidir qué hacer y cómo comportarse ante ella.

Nadie había despertado en él semejantes sentimientos antes y, pese a su edad, se sentía desvalido, sólo, perdido y hasta asustado.

Miró a Aragorn. Sabía que tenía en él un cómplice, un aliado, y el montaraz le sonrió, infundiéndole ánimos. Unos ánimos que no calaron en absoluto y en lugar de acudir como todos al interior del castillo a descansar, decidió optar por lo que le pareció más acertado: quedarse en el box de Arod cual chiquillo huidizo de una reprimenda...

Pensativo, le quitó los arreos al caballo lentamente después de ofrecerle un saco de alfalfa.

Eglaron le habló una vez de lo que se sentía cuando el momento llegaba, cuando un elfo se encontraba por fin con su otra mitad. Le dijo que cuando él vio a Aeneth sintió como si el tiempo se detuviera y la observó de lejos como se observa a un ruiseñor. Y le pareció el ser más bello que había visto nunca. Eglaron se sintió iluminado por su luz, parecido a como debió sentirse Beren cuando vio a Luthien.

Bueno... Érewyn quizá no poseía la belleza cegadora de los primeros nacidos. Pero quizá era precisamente lo que la diferenciaba de ellos lo que le había fascinado.

El fuego de la juventud podía verse en cada uno de sus actos. Su capacidad de improvisación, su resolución, sus intensas ganas de marcar una diferencia, de ser alguien importante para los demás. Su afán de encontrar su lugar en la vida como si esta se le escapara de las manos.

La mortalidad significaba vivir intensamente. Los humanos habían aprendido a amar, vivir, aprovechar el breve tiempo que se les había concedido, y lo hacían incluso mejor que los elfos, cuya existencia a veces se veía como un letargo consciente y eterno, en el que nada cambiaba.

Conociendo a Érewyn, había aprendido que para los humanos cada segundo contaba y al estar con ella, Legolas había comenzado a experimentar esa sensación. A través de su punto de vista la vida era más intensa, el agua más fría y clara, la comida más sabrosa, el dolor más punzante y la percepción de las cosas ganaba el valor que se le da a lo efímero... No, la misma percepción que ella tenía de las cosas y que él quería llegar a comprender, era efímera. Como ella misma.

Legolas la percibía como una bella flor, la más hermosa que había visto nunca, y era consciente de que se marchitaría, y el elfo llegaba al punto de pensar que quizá, si parpadeaba, dejaría de existir, desaparecería de repente.

Pero aquel momento estaba lejano aún y aquella forma de percibir la vida que Legolas había descubierto en ella, brillaba en sus ojos, y era precisamente aquella luz la que poco a poco, le había atrapado, iluminándole como Aeneth iluminó a Eglaron.

Suspiró y palmeó el cuello de Arod.

— Creo que ahora sólo quedamos tú y yo. Me ocultarás durante un rato ¿verdad? — Susurró Legolas.

"¿Me ocultarás?" ¿Acababa de decirle aquellas palabras a un caballo? Definitivamente estaba peor de lo que pensaba... Tarde o temprano acabaría viéndola, y se vería obligado a dirigirle la palabra. ¿Pero cómo hacerlo y qué decirle? Había decidido que lo mejor en aquel momento era tratarla con neutralidad, sin desvelar sus sentimientos.

Si ella notaba algo diferente en él, podría sospechar, y quizá entonces, si Érewyn llegaba algún día a sentir algo por él, conociéndola se sentiría envalentonada a mostrarle sus sentimientos. A él y ante sus conciudadanos.

La Luz de Edoras (El Señor De Los Anillos - Legolas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora