Reencuentros (Parte I)

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A mi padre, sabio calmo y prudente, de mirada brillante y silencio revelador.

Te quiero hasta el infinito.

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Aquel mes de febrero del año 3021 fue especialmente frío, como había acontecido durante todo el invierno, el último que vería la Tercera Edad del Sol. La partida del Portador del Anillo hacia las Tierras Imperecederas estaba próxima ya, y junto a él iban a marcharse grandes personalidades cuyas vidas y decisiones habían marcado el destino de la Tierra Media.

Así, el tiempo de los Elfos se había terminado y el de los Hombres acababa de comenzar con el inicio del reinado de dos grandes reyes en las tierras más extensas dominadas por los mortales: Éomer en Rohan y Elessar en Gondor.

Mordor era una tierra yerma ahora, y quienes se habían aventurado a inspeccionar el que fuera el bastión de Sauron, no habían hallado más que silencio y desolación. El Monte del Destino, pese a haber caído en un sueño eterno, humeaba aún tras la gran explosión acontecida con la destrucción del Anillo Único, y en el lugar donde se alzó Barad-dûr tan sólo quedaban ruinas.

El Acantilado de la Sombra (conocido como Îfath Dúath en sindarin) separaba Mordor de la provincia de Ithilien, y se elevaba como una enorme ceja coronada de árboles, y formada en la línea de falla de una amplia colina llamada Dol Henfin, en el noreste del bosque. La grieta de la falla miraba al norte, al oeste y al sur, y era claramente visible durante muchas millas. Si uno ascendía hasta su arista y miraba desde aquella elevada posición hacia el norte, podía distinguir el cauce del Anduin y los primeros árboles del sur del Bosque Oscuro, ahora llamado Lórien Oriental. Y si miraba hacia Dor Rhúnen, al sur, podía también divisar cada uno de los hilos de agua que descendían por la montaña hasta formar el río Ascarwing, la planicie de Emyn Arnen, y las primeras arenas desérticas de Harad.

Pues bien, cerca del río recién mencionado era donde moraban los elfos de la recién instalada colonia sindar y, como no podía ser de otro modo, en el borde de aquel acantilado, en la arista más elevada, habían situado un puesto de vigilancia. Desde allí controlaban los capitanes elfos la defensa de los pueblos aliados ante un posible ataque, y permanecían ojo avizor ante cualquier movimiento que pudiera surgir de Cirith Ungol y que amenazara la calma reinante.

Este capítulo inicia precisamente el día en que esto sucedió.

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La humedad helada en el aire se entremezclaba con la bruma blanquecina que se alzaba fantasmagóricamente desde la superficie del agua. En el sonido del arrullo del Ascarwing, que fluía en incesante descenso desde el acantilado, se adivinaba una voz amenazante que se asemejaba al quejido del agua subterránea, y tal parecía que incluso los árboles se apartaban en su crecimiento de las proximidades de aquel torrente.

Un hielo quebradizo cubría buena parte de la superficie y, de pie, junto a la orilla congelada, arco en mano y carcaj al hombro, observaba Legolas la niebla. Su expresión severa, su silencio, y la mirada azul profundo que recorría la corriente en búsqueda de cualquier rastro que confirmara la presencia de aquel ser, mostraba el calibre de la situación.

Llevaban ya varios meses acechándola. Incluso habían llegado a verla, sabían dónde moraba, qué zonas solía frecuentar cuando salía de su guarida y también conocían hasta dónde era seguro aventurarse en ésta. Pero aún no la habían atacado abiertamente, y esto era porque Legolas había decidido esperar y observarla bien antes de actuar. No era un enemigo predecible, y le había prometido a su esposa que sería cauto en todo momento.

La Luz de Edoras (El Señor De Los Anillos - Legolas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora