Mientras exista Arda

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A mediados de noviembre el frío otoñal entraba en la caverna en forma de molestas corrientes de aire que atravesaban los amplios corredores y se colaban en todas las habitaciones a través de las rendijas de las puertas.

Podía sentirse como un vaticinio de lo realmente crudo que iba a ser el invierno.

La joven rohirrim estaba habituada al clima gélido y el viento cortante de la llanura de Rohan en esa época del año. Pero también al acogedor calor del fuego que crepitaba en cada estancia de Meduseld en cuanto el otoño iniciaba. Y para su decepción, en las Estancias del Rey Elfo no existían las chimeneas.

Aquel curioso detalle había pasado desapercibido para Érewyn hasta que, claro está, el frío la dejó aterida una mañana, en la enorme Biblioteca Real. Su mano derecha volvió a verse afectada por el dolor debido a las bajas temperaturas y le era imposible escribir con buena caligrafía ya que, pese a estar recuperada del todo gracias a las atenciones del maestro sanador de Thranduil, aún sufría secuelas.

Pasaba los días envuelta en su gruesa capa marrón, mientras los elfos con los que se cruzaba por las galerías de la caverna lucían las mismas ropas frescas y ligeras que en pleno mes de septiembre.

Y el día del festejo de otoño llegó.

Decían que era el día en que podían verse caer más cantidad de hojas de los árboles. Y Érewyn estaba expectante por contemplar un espectáculo así. Recordaba las conversaciones que había tenido con Legolas, en las que él le había descrito la caída de las hojas, y que tal día como aquel podía oírse incluso el sonido que hacían al desprenderse de las ramas.

Mientras terminaba su desayuno en la elegante mesa redonda donde solía tomar sus refrigerios, le recordó confesando que su afán en tales festejos siempre era escapar para disfrutar a solas del espectáculo. Legolas sentía el bosque de una manera distinta a como lo hacía la mayoría de los elfos de Eryn Lasgalen.

Él, en esencia, era distinto a cualquier otro.

Se sorprendía a sí misma pensando en él contínuamente, y aunque no eran pocas las cartas que le había escrito desde que él regresó a su puesto en la Frontera Sur, en ellas se veía obligada a mantener las distancias y a hablarle en un tono cordial pero sin dar muestras de sus verdaderos sentimientos. Según Eglaron y el mismo Thranduil, esas cartas podían ser interceptadas, de modo que Érewyn se veía forzada a aparentar que ella y Legolas estaban tan sólo unidos por una inocente amistad. Y eso la frustraba.

Pero a pesar de la discreción que mantenían, fue inevitable que las gentes de Eryn Lasgalen descubrieran que ella era una destacada Dama de Rohan. Y el inconfundible emblema del meara dentro del círculo de estrellas que los guardias de Érewyn lucían en los petos de las armaduras se encargó de confirmarlo.

Que su identidad fuera revelada no ayudó en absoluto a aumentar la confianza que los elfos del Bosque le profesaban. De modo que la vida social de Érewyn continuaba sucediéndose junto a Rissien, Remdess, Gamelin, Aeneth y Thanion.

Terminado el desayuno, la muchacha se puso a buscar su inseparable daga, la que siempre llevaba encima y que Éomer rescató del barro en el viaje hacia Cuernavilla. La perdió de vista el día anterior. Se despojó de ella junto con el resto de su ropa para darse un baño y le había parecido extraño no hallarla en el lugar en el que acostumbraba a dejarla. Pese a que no era especialmente cuidadosa con sus prendas de vestir, sí lo era con los objetos que le eran preciados. Y uno de los que más cuidaba era su daga.

El cansancio la había vencido, finalmente, y Érewyn decidió continuar la búsqueda la mañana siguiente, pero en aquel momento, tras poner patas arriba prácticamente toda la alcoba, la princesa comenzaba a preocuparse. ¿Dónde debía estar?

La Luz de Edoras (El Señor De Los Anillos - Legolas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora