El regreso de Legolas. Parte III: El juicio

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Legolas caminaba silenciosamente a través de las intrincadas galerías que poblaban las estancias de Thranduil. El fiel Maedhon flanqueaba su derecha y le acompañaba en el trayecto respetando la serenidad de su avance. Y Legolas lo agradecía profundamente; aunque hubiera deseado mantener una conversación casual con el Jefe de la Guardia, a su mente le habría resultado imposible unir las frases. Se hallaba prácticamente en blanco, totalmente centrado en lo que estaba por acontecer.

Después de pasar toda la mañana junto a Érewyn, compartir con ella preocupaciones y confesarle miedos había conseguido llegar a un estado de calma sin la cual estaba seguro que no podría afrontar la situación con objetividad.

La ira que sentía contra Anariel era demasiado difícil de controlar.

Descendió cojeando por un angosto tramo de escaleras que trazaba algunas curvas y suspiró al alcanzar el nivel inferior donde se hallaba la habitación en la que Anariel permanecía incomunicada. Y después de cruzar un estrecho puente se hallaron, al fin, delante de la puerta.

—Maedhon, quédate afuera y no permitas que nadie entre —ordenó Legolas, la vista clavada en el bello pomo central de la puerta, adornado con motivos invernales.

Ná, heruamin —respondió Maedhon.

Efectuó una reverencia marcial delante del Príncipe y, mientras éste colocaba ambas manos en la superficie de madera, el guardia se cuadró como una estatua ante la entrada.

Legolas empujó ambas puertas con decisión y la luz del interior de la estancia iluminó tenuemente el pasillo. Entró y se aseguró de que las puertas quedaran completamente cerradas detrás de él.

Y, prácticamente de inmediato, una figura esbelta, delgada y preciosa apareció en su campo de visión. La sonrisa de Anariel seguía siendo deslumbrante a pesar de la situación tan complicada en la que estaba envuelta.

Y la elfa dio un par de pasos con seguridad hacia Legolas.

—¡Has venido por mí! —murmuró, con voz de terciopelo—. Sabía que lo harías, sabía que vendrías a buscarme... ¡Oh, Legolas! ¡Díselo, diles que... que es todo un malentendido! —ronroneó. Acarició su pecho de forma inocente, pero lo bastante sugerente como para comprometer a cualquier hombre decente, y aguardó.

Pero él entornó los ojos y se mantuvo inmutable. Y Anariel no tardó en detectar que de la acostumbrada ternura de su mirada ya no había nada. Al contrario, en los ojos del Príncipe ardía la ira y, en medio de una creciente confusión, la sonrisa de la elfa se fue borrando.

—¿Un malentendido? —repitió él, entre dientes— ¿Qué malentendido puede haber en atraparte huyendo de las Estancias como una vulgar fugitiva? —masculló él— ¿Qué malentendido hay en encontrar una nota escrita con tu caligrafía y oculta en las alas de uno de tus cisnes? —los pasos de Anariel comenzaron a retroceder, vacilantes. Y Legolas avanzó lentamente hacia ella— ¿Qué error puede haber en la obligación de tener que parar el envite de un ejército uruk hai en las fronteras del reino? ¿Acaso hay algo que se me haya escapado? Si es así, ilústrame, Anariel, por favor.

Continuó avanzando mientras ella retrocedía, hasta que ambos alcanzaron el centro de la estancia. Legolas siguió atravesando a la elfa con su mirada de hielo.

Ella se quedó helada. La frialdad de los ojos de Legolas se parecía demasiado a la de los de Thranduil, y nunca, jamás había contemplado Anariel tal muestra de poder por parte del menor de los dos Príncipes. No había rastro de la habitual benevolencia que Legolas siempre había mostrado hacia ella. Y la bella Anariel, que había depositado sus esperanzas en la aparición de Legolas, comenzó a derrumbarse.

La Luz de Edoras (El Señor De Los Anillos - Legolas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora