La última oportunidad

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— ¡No se trata sólo de sea guapo! Él es... Especial... Un gran guerrero... Un gran señor. — La voz de Éowyn sonaba como un eco en la cabeza de Érewyn, que no podía evitar sentir un profundo deseo de tener alas y salir volando por la ventana.

Las risitas y cuchicheos de las damas no dejaban descansar su mente aquella tarde, y la más joven de las hermanas suspiró. Levantó la mirada de su bordado y miró a Éowyn. El rubor en sus mejillas, el brillo en sus ojos, el timbre de su voz al pronunciar el nombre de Aragorn... Era tan evidente que estaba enamorada que sólo le faltaba clamarlo a los cuatro vientos... Bueno, aquello ya lo había hecho tres noches atrás, cuando le ofreció vino en una copa al caballero. Aquel símbolo lleno de significado era una tradición entre los rohirrim. Las mujeres de Rohan sólo ofrecían vino a los hombres de su familia y a los hombres por los que estaban interesadas sentimentalmente. En Rohan, las mujeres tomaban la iniciativa muchas veces, era algo normal, e incluso necesario al ser los hombres rohirrim algo torpes a la hora de declararse. Y que Aragorn hubiera aceptado el trago significaba que aceptaba sus sentimientos y no los rechazaba.

Érewyn sonrió, y se sintió feliz por su hermana. Lo merecía, tal y como había dicho Éowyn, Aragorn era un gran guerrero, un gran señor. Inteligente, fuerte, paciente, amable, misericordioso... Iba a ser un gran rey. Eran infinitas sus virtudes.

De pronto volvió a mirar a Éowyn y su rostro se contrajo en un gesto de preocupación.

¿Debía ser igual de evidente su amor por Legolas? Casi no había tenido tiempo de hablar con él de nuevo desde aquella noche en el tejado, siempre ocupada entrenando por las mañanas, junto a Éomer, o con el resto de damas por las tardes, ya que recibía su entrenamiento a cambio de iniciarse como dama en la corte. Aquel había sido el trato, y Érewyn debía cumplirlo.

Pero las veces que se había cruzado con él por los corredores de piedra de Meduseld, o durante los almuerzos y cenas que su familia había compartido junto a los tres cazadores, Érewyn había visto en sus ojos un brillo especial. Legolas y ella habían intercambiado más de una mirada y una sonrisa furtiva en esas ocasiones. Algo estaba cambiando entre los dos, para ella así era y estaba segura de que para Legolas también. Erewyn se sentía especial porque aquel comportamiento de él, invisible para los demás, era sólo perceptible por ella.

Pero Érewyn tenía el presentimiento de que su amor por el elfo no podía ser revelado. Así lo sentía, y algo le decía que Legolas pensaba igual. Debía ser guardado en secreto de momento. Era necesario. No era el momento para romances o flirteos.

La situación en Gondor era un enigma y Gandalf se dirigía veloz hacia allí. Érewyn calculaba que Sombragris era capaz de llegar allá en menos de cuatro días. Un tiempo récord para un Meara. Si estaba en lo cierto, aquella tarde cruzaría las puertas de Minas Tirith... Si es que la ciudad aún estaba en pie.

Las risas de las damas a su alrededor la distrajeron de sus pensamientos. Érewyn sacudió la cabeza y al volver a su bordado se pinchó con la aguja. Frunció el ceño y chupó la sangre que brotó.

Miró anhelante por la ventana. Aún debía pasar allí un par de horas más. Los días comenzaban a alargarse notablemente y ella se veía obligada a pasar las tardes encerrada en la sala de las Damas, escuchando conversaciones superfluas y cotilleos de la corte.

Pero debía pasar por ello si quería que Éomer la siguiera entrenando. Su nuevo horario le dejaba apenas una hora libre antes del ocaso, que los tres últimos días había pasado junto a Élanor para proseguir sus clases de equitación.

Miró su bordado, no se parecía en nada a los del resto de damas. Los hilos de ellas aparecían lisos y brillantes y ella había deshecho tantas veces la labor que el hilo estaba sobado y mate. Rodó sus ojos y puso cara de fastidio.

La Luz de Edoras (El Señor De Los Anillos - Legolas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora