Secretos y decisiones

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El haz de luz que se colaba por la ventana hacía brillar las motas de polvo que se arremolinaban frente a ella. Su habitación estaba exactamente igual a como la dejó. Incluso la bandeja con el plato y la taza del desayuno del día de la partida estaba aún sobre la cómoda, y tuvo que llevarla a las cocinas antes de deshacer su bolsa.

Luego se tumbó en la cama. No lo conseguía, a pesar de haber estado distraída con la conversación de Alheim durante todo el día, cada vez que miraba el horizonte, venía a su recuerdo el rostro de Legolas. Y sentía como si un relámpago atravesara su cuerpo. Suspiró. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Por qué había tenido que pasarle aquello? ¿No podía sentir por él lo que sentía por Aragorn o Gimli? ¿Porqué sentía que su corazón iba a explotar cada vez que pensaba en su reencuentro con él? Porque tarde o temprano volverían a Edoras, y entonces tendría que hablarle como si nada, dirigirse a él como a los otro. De lo contrario, sospecharía... Y no se veía capaz. Estaba segura de que se quedaría sin voz, o que sus pies y manos no responderían...

El ocaso se acercaba tranquilo y su calma le ayudaba a no pensar en nada. Era algo que había acostumbrado a hacer pero los meses que su tío había estado enfermo no había sido capaz. Vaciar su mente de cualquier pensamiento, dejarla en blanco o simplemente dejar volar su imaginación lejos de Meduseld, lejos de Edoras, a cualquier otro lugar... A Isengard, donde poder tocar su rostro, sentir sus manos en su propia piel...

Negó con la cabeza, frustrada, y se levantó. Esa ensoñación no la ayudaba. Debía ocupar su mente con algo, si no se volvería loca.

Después de asearse, ponerse ropa limpia y cepillarse el cabello, observó varios objetos expuestos sobre su cama. Se había negado a abandonarlos en Cuernavilla, significaban demasiado para ella. Tanto como un antes y un después en su vida. Un punto de inflexión.

Tomó un paño de algodón y se acercó al primero de ellos, la cota de malla. No se había fijado en cómo la herrumbre cubría sus anillos, que, sin llegar a estar oxidados, no brillaban como habría sido lo normal. Un poco de agua lo solucionaría.

Mientras frotaba los anillos, picaron a su puerta, y una conocida voz la llamó desde el otro lado.

— Ratoncito, ¿duermes?

La nariz de Éowyn se asomó por una rendija y Érewyn le sonrió, negando con la cabeza. Sólo Éowyn abría la puerta de su habitación sin esperar a que ella le diera permiso. Pero para su hermana no había nada que esconder.

La mayor cerró la puerta tras de sí y se acercó en silencio hasta la butaca. Se sentó y observó la coraza, el yelmo y la espada que yacían sobre el lecho de Érewyn, mientras ella limpiaba los anillos de la cota de malla, sin éxito.

— Así no conseguirás nada. El agua sola no sirve. — Comentó Éowyn. Érewyn se detuvo y la miró. La mayor le sonrió y dijo. — Ahora vuelvo.

Éowyn abandonó la habitación para volver minutos más tarde con una botella con líquido transparente.

— ¿Qué es eso? — Preguntó Érewyn, mientras Éowyn tomaba otro paño y lo mojaba con la sustancia.

— Agua y vinagre. — Le respondió. Y sin mirarla agarró el yelmo y comenzó a frotar las aristas ennegrecidas con el paño. Para sorpresa de Érewyn, el brillo comenzó en seguida a asomar tras la capa de robín que lo cubría, y la más joven sonrió.

— ¡Debí suponer que tú sabrías cómo dejar todo esto reluciente! — En el rostro de Éowyn se dibujó una pequeña sonrisa.

— Y, ¿qué interés tienes para dejarlo "reluciente"? — Preguntó. Érewyn se quedó en silencio un instante.

La Luz de Edoras (El Señor De Los Anillos - Legolas)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora