51. Ladrona de estrellas

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Tres personas se encontraban en lo alto de la azotea de su edificio. Se trataba de un hombre y sus dos hijos, un chico y una chica. Los tres eran negros, y casi pasaban desapercibidos en la oscuridad de la noche de no ser por sus abrigos de colores claros y de una textura casi reflectante para la linterna que el padre tenía posada junto a él.

Estaba intentando colocar el telescopio para ver si podían contemplar las constelaciones, como solía hacer con ellos cuando eran pequeños. Antes le resultaba fácil captar su atención con cuentos y leyendas en las que se basaban cada uno de los conjuntos estelares. Lo mejor era ver sus caritas de fascinación, sobre todo la de ella.

Hoy no. Hoy eran adolescentes, universitarios, y demasiado ocupados para perder el tiempo en esos cuentos de niños.

Bueno, ocupados... Se pasaban el día con el teléfono pegado a la mano. No le extrañaba en absoluto que uno de ellos fuera miope, y visto el tiempo que se pasaban en las redes sociales, tampoco le extrañaba que prefiriese usar lentillas.

Los dos adolescentes permanecían de pie con una maño en el bolsillo de la cazadora y otra sujetando el teléfono. Sus caras adquiriendo un tono blanco azulado por las pantallas de los aparatos.

El hombre les miró con decepción y rodó la vista cuando vio que ni quejándose por estar ahí plantados sin hacer nada, parecía que se dirigían a él. Se colocó sus propias gafas de pasta negras y habló:

—¿Queréis quitaros esos móviles de las caras? Os vais a volver albinos.

Los adolescentes alzaron la vista de los aparatos y se miraron con confusión. Encogieron sus hombros, pero no apartaron el teléfono aprovechando que su padre continuaba calibrando el telescopio.

—Déjalo, papá —dijo su hija—. No vas a ver nada, estás en Nueva York, la ciudad que nunca duerme... ni apaga las luces.

—Sí. Nuestra querida ciudad, es la enemiga de tu hobbie. Vamos dentro, hace un frío de pelotas —se quejó su hermano sacudiendo los brazos a ambos lados de su cuerpo.

—Está bien, tenéis razón. Lo siento —murmuró asintiendo, levantándose y caminando cabizbajo hacia las escaleras interiores del edificio—. Creí que podríamos pasar un rato juntos como cuando erais pequeños y mi trabajo no ocupaba casi todo mi tiempo.

Sus hijos se miraron con exasperación, suspirando sin poderse creer que su padre se estuviese victimizando de esa manera para hacerles sentir culpables.

Intercambiaron un par de palabras únicamente gesticulando con sus labios y manos, una discusión silenciosa. Hasta que cedieron.

—Papá, espera... —murmuró ella con compasión, adquiriendo la atención de su padre—. Emm... ¿Y si... vamos este fin de semana al bosque?

—Sí. Puedes llevarnos a ese sitio al que te llevó el abuelo cuando descubriste qué querías ser.

El hombre asintió con una pequeña sonrisa, complacido por el esfuerzo de esos adolescentes un tanto malcriados. ¿Qué has hecho, evolución? ¿Qué has hecho...?

—Me gustaría, gracias.

—¡Y nos cuentas lo que habéis estado haciendo con esas cosas alienígenas! —gritó el chico con un entusiasmo ridículo, haciendo a su hermana pequeña rodar la vista.

—Habla por ti, yo no quiero saberlo. Esas cosas me dan mal rollo —refunfuñó cruzándose de brazos. Su hermano le dio un empujón, pero no lo bastante fuerte como para hacerla perder el equilibrio, sólo para recibir una mirada de molestia.

—¿Es que no lo has visto? Armas alienígenas. A mí sí me interesa.

—Pues a mí no. ¿Es que no sabes lo que vinieron a hacer? Vinieron a destruir el planeta, esa cosa de la plaza era el fin del mundo. ¿Y si explotan o algo? Podrían cargarse todas las instalaciones. O el mundo...

tmnt2012, al caer la noche (ES) [acabada y editando]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora