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Septiembre, 1950.

Hubo algo que siempre escuchó de cada idiota que llevaron a casa: «Siempre habrá razones para vivir, por muy ínfimas que parezcan».

Pero para él sólo había algo en su vida, era una simple palabra que también podía describir a la perfección como «caer en un vórtice de energía oscura del cual no era capaz de salir». La palabra era exclusión.

Sentía que las personas a su alrededor lo veían como un espectáculo gratuito. Que adoraban ver como se desintegraba cada día. Como se rompía.

Min Yoongi tenía lágrimas en sus ojos la mayor parte de las noches. Y durante las horas de sol brillante, su interior sangraba recuerdos que le ardían en las venas, cuyos exteriorizaba en una patética sonrisa creada con la necesidad profunda de evitar la pregunta «¿por qué?», esa pregunta sólo le hacía pensar en algo: por todo y por todos.

—¿Estás aquí? —cuestionó Myungjin.

Kim Myung-jin era su último terapeuta. Un hombre mayor, de experiencia ilimitada. Tal vez unos sesenta años. El único capaz de lidiar con el carácter de Yoongi, tras varios meses de lucha por parte de sus padres para lograr encontrar a alguien que lo soportase. Allí estaba él.

Yoongi alzó la mirada, entrelazó sus dedos y acomodó las manos sobre su regazo. Sólo esperaba la hora del final. Odiaba estar allí. Odia estar vivo. Y se odiaba a sí mismo por jamás haber logrado lo que él logró.

—Yoongi —llamó Kim nuevamente.

Pestañeó, entonces, despertando. Sus piernas y brazos se sintieron entumecidos por soportar la misma posición durante tanto tiempo, mas no se movió. Con una expresión de desánimo le aseguró a Kim que tenía su atención, quien sólo suspiró con pesadez e hizo una pregunta.

—¿En qué piensas?

Antes de responder, masticó sus palabras. Nunca era sincero del todo. Sabía que no podía confiar en él, ni en nadie.

—Busco razones para vivir —destacó. Al sólo notar que Kim escribió sus palabras en su característica libreta marrón, añadió en cuestión—. ¿Crees que sufro sin por qué?

El terapeuta asintió con suavidad y sonrió a medias. Siempre lo hacía así antes de dar malas noticias.

—Es tu enfermedad. Sentirte así es parte de ella —aclaró—. La medicación debería ayudarte. Si te la tomases.

Yoongi desvió la mirada hacia la ventana, aquella que iba directo hacia la calle. Un terreno boscoso se extendía cruzando la Avenida 22, susurrándole que todo estaría bien mientras no cometiese el mismo error que él. Cuando él era el culpable de que estuviese allí sentado cada semana.

—¿Cómo sobrellevas los días posteriores a su recaída? —inquirió Kim. Él volvió a enfocarse en el hombre—. ¿Tus padres te están ayudando? ¿Judith hace bien su trabajo?

Se pasó dos semanas en el hospital, con los brazos vendados y con Judith durmiendo a su lado cada noche. Sus padres no soportaban la vergüenza. Estar dentro del ala de los pacientes que atentaban contra su vida era una agonía. Por ende, no lo acompañaron ni una sola vez.

—Estuve solo y continúo solo —respondió.

—Puedes solo —animó Kim—. Te lo he dicho.

—Todos necesitamos a alguien.

—Tal vez —vaciló—. ¿Qué hay de tu amigo?

—Me odiará cuando me conozca de verdad. Así como mis padres. O Judith. O tú.

—Yo no te odio, Yoongi.

—Porque no me conoces de verdad.

—Porque no me conoces de verdad

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La fragilidad de un nudo ✄ yoonseok.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora