Capítulo 4 parte B

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De esa manera, se pasó el primer mes; y una tarde, a Candy se le veía ocupando una caseta telefónica y platicando nada menos que con su hermano, el cual la cuestionaba:

Y ¿cómo van los entrenamientos?

— Bien, muy bien.

¿Y la temporada?

— También.

¿Cuántos goles has anotado?

— No muchos. Tengo compañeras que son muy buenas.

Qué bien, hermanita. Bueno, cuídate mucho; y por favor, compra algo bonito para ti, porque del dinero que tienes en la cuenta, no has gastado nada, Candy.

— ¡Ay, Tom! Es que casi todo me lo da el colegio.

De todos modos, compláceme ¿sí, pequeña? porque ahora que vaya a visitarte, quiero verte vestida como toda una neoyorkina.

— ¿Piensas venir? ¿Cuándo?

La joven se tensó completamente ante lo dicho.

No lo sé. Hay un cliente que le urge un caso y es precisamente allá. Pero no te preocupes, en cuanto yo sepa te informo. ¡Ah! y otra cosa... ¡cómprate un condenado celular!... así tengo dónde localizarte y no esperar hasta que tú me llames.

— Sí, Tom, como tú digas. Bueno, hermanito, te dejo; debo marcharme porque tengo clase de pintura. ¡Te quiero, besos y adiós!

Con suma rapidez, Candy colgó la bocina.

Por un momento, ella se quedó con la cabeza apoyada sobre la caja, porque ¡cómo odiaba mentirle a su hermano con respecto al equipo!

Tampoco podía contarle la verdad.

Inclusive le había mentido de la escuela, ya que no tenía ninguna clase, simplemente había salido a caminar por la ciudad, y al ver la caseta sobre la Avenida Broadway se le ocurrió llamarlo.

Posteriormente de suspirar con profundidad, la joven abandonó el cubículo para iniciar con su andar, empezando en la Calle 115 hasta llegar a la 110.

Justo ahí, Candy entró por los muchos accesos al Central Park, notándose el lugar totalmente lleno, y es que el verano parecía no querer irse.

So, aprovechando al cien porciento el clima de ese día, los visitantes hacían diferentes actividades, por ejemplo: unos ocupaban las bancas y leían periódicos, libros o simplemente disfrutaban del panorama; mientras que otros daban de comer a las palomas o platicaban animosos así como lo hacía un grupo de niñeras totalmente uniformadas.

Pero también por el pasillo donde Candy caminaba era muy transitado por deportistas, los cuales trotaban o paseaban en bicicleta; y como la verdad lo que ella buscaba era estar sola, tomó una vereda hacia un lugar boscoso, y una colina le llamó la atención por el paraje de flores bellas y el puente que cruzaba sobre el riachuelo, siendo ahí donde se fuera a parar.

Luego y sobre los maderos, recargó sus codos y posó su mirada en el agua distinguiendo infinidad de coloridos pececillos.

De pronto, se escucharon unas pisadas, y la rubia movió ligeramente la cabeza para mirar de soslayo las figuras de dos personas que venían corriendo.

Candy no les prestó atención y volvió sus ojos hacia el manantial.

En eso, alguien tocó su hombro derecho, haciendo que la joven volteara prontamente.

De ese lado que eligiera mirar no había nadie, sino en el otro y donde ya le decían:

— Hola, niño.

— No soy niño.

Por supuesto, ella lo hubo aclarado con tono rebelde; y sonrió levemente al toparse con unos hermosos y extraños ojos color índigo jamás vistos, siendo el dueño de ellos quien se mofara así:

— ¿Ah, no? Pues pareces uno. ¿Nunca te lo han dicho?

Candy levantó un hombro y torció la boca para ocultar el nerviosismo que comenzaba a atacarla.

— Además, ¿qué haces por aquí? — ¿la regañó? — Estos lugares son peligrosos. No deberías andarlos solo, digo sola — corrigió rápida y graciosamente él quien consiguió que ambos se echaran a reír.

— Sólo salí a caminar; y sin querer, mis pasos me trajeron hasta aquí — contestó ella con cierta timidez.

— De todos modos, debes poner mucha atención por donde caminas.

El profesor había dicho seriamente preocupado; y para protegerla le ordenaba:

— Anda ven, te acompaño.

Curiosamente, las piernas de Candy no respondieron al escuchar el ofrecimiento, y sin aviso alguno un tiritar se apoderó de sus mandíbulas, preguntándole su interlocutor con gesto extrañado:

— ¿Tienes frío?

Es que así era la reacción de la joven, la cual aseguraba con voz un poco audible:

— No.

El profesor se le quedó mirando porque pareció no haberla escuchado.

De pronto, él comenzó a carcajearse del nuevo rubor que se pintaba en las mejillas de la chica.

Ella tuvo que agachar la cabeza, porque la verdad estaba trabada de los nervios. 

Mi Querida CampeonaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora