Errando por el abismo primigenio del trajín mundano, donde las miradas se entrelazan en cada esquina del devenir. Mi atención se clava en esa plaza, en sus arbustos, sus bancos y en la catedral majestuosa que se alza imponente. Jóvenes y adultos deambulan por el espacio, desafiando el paso inexorable del tiempo. A mi izquierda yace un bebé, a mi derecha un par de adolescentes, mientras una anciana amable alimenta con generosidad a las palomas que revolotean ante mí. También se escabullen algunos perros callejeros, en busca de un mendrugo que les asegure la supervivencia.
Los vendedores ambulantes, antaño objeto de miradas incendiarias de los inquisidores sociales, ahora desenmascaran sus miedos más recónditos. A unos pocos metros de distancia, diviso a un par de hippies. Me pregunto si ellos han abrazado la filosofía del cinismo o si han sido hechizados por algún adepto de sus artes. Ah, esta mente mía y sus divagaciones sin tregua.
Extraviado en medio del torbellino de estímulos externos, me asalta la duda de si hay alguna empresa que deba emprender. Siento en lo más profundo de mi ser que sí, algo de una importancia obligatoria. Pero al levantar la vista hacia el reloj, descubro con desazón que las manecillas han consumido el tiempo y ya es demasiado tarde.