Aún guardo en mi memoria el primer encuentro con este entorno, donde los detalles más absurdos se grabaron en lo más profundo de mi mente.
Recuerdo el color primordial del portón, una tonalidad que desafiaba cualquier descripción, como si hubiera sido teñido con los pigmentos más oxidados posibles.
Recuerdo las flores que se erguían en la entrada.
Recuerdo los muebles, meticulosamente ordenados en cada habitación, revelaban una simetría absurdamente perfecta, como si fueran planos de Le Corbusier.En aquel entonces, llevaba puesta una camisa rojo sangre con líneas (negras, pero no tanto) horizontales.
Mis pantalones vaqueros, gastados por el tiempo y las patas de mi mascota, y las sandalias con luces que brillaban con cada paso, como pequeñas estrellas multicolores.Pero un solo golpe del tiempo bastó para que todo se desvaneciera. Mi rostro, ahora marcado por las huellas de la vida, ya no porta la misma mirada.
Mi habitación, en su desorden y abandono, se asemeja a un paisaje abandonado por la esperanza. La mente de mi madre, antes lúcida y clara, se perdió en los recovecos de la confusión y el olvido.El futuro brillante que una vez creí tan alcanzable resultó ser una ilusión engañosa tejida por la inocencia de antaño.
Ahora camino sin decencia, perdido en mi propia desdicha, un alma errante que se sumerge en versos quejosos y majestuosos. Mi ser se debate entre la oscuridad de mis miedos y la búsqueda desesperada de una libertad que roce la divinidad, como si la grandeza pudiera redimir mis pecados y sanar mis heridas.Qué sorprendente es el tiempo cuando se detiene y te permite observar cada segmento de él, cada extremo invisible. Solo puedes verlo, pero no tocarlo ni modificarlo.