Yo, acompañado de mi perpetuo contratiempo, aquel que siembra la semilla de la duda en mi sendero hacia el triunfo, azotándome por reconocer que la fugaz aureola por la que anhelo sacrificarme es, en última instancia, una manifestación de mi carencia inacallable de afecto.
Es debido a esta constante encrucijada que me sumerjo en las letras hasta el punto de la excesiva dosis, culminando en la impronta indeleble que dejo marcada en el agrietado cemento. He contemplado mi reflejo mil veces en las nebulosas estaciones de un pretérito que se desvanece, sin embargo, en ninguna de ellas vislumbro mi auténtico rumbo, ni hallo consuelo en esta implacable libreta que, con sus resortes tensos, me devuelve los golpes de tinta y saliva con los que me autoazoto, sin apresurarme. A causa de este perpetuo socorro, mi corazón ha erigido un imperceptible santuario de granos de arena, y en cada partícula no hay espacio para reavivar el ardoroso emblema con el que, en tiempos pasados, conquisté a la quimera.