El zumbido del mosquito o insignificante moscardón, que llega meticulosamente programado para perturbar exclusivamente el oído.
Los vehículos con su estridente claxon, las motocicletas con su rugiente motor.
El canto de las aves, que, bien mirado, ese lo absuelvo, pues me proporciona sosiego.
El desliz mutuo entre las páginas y la yema del dedo.
La brisa del viento, el embate que asesta contra la quietud.
La irritante alarma que invariablemente irrumpe puntual en el mismo horario.
Cuando se me escapa la pluma.
La urgencia de extraer la cera del oído.
El torrencial llanto de mi sobrino, por la mañana, por la tarde, por la noche, en el desayuno, en la merienda, en la cena.
La gotera implacable que inunda el cuarto de baño.
La voz interior que denigra lo que estoy escribiendo.
Y las contiendas de los felinos que hacen retumbar el techo de chapa.
Jamás habrá silencio.
Jamás se encontrará esa rama de serenidad.
Jamás habrá comprensión alguna de esa calma.
Salvo en el sueño, bueno, ni siquiera tanto, pues incluso el sonido irrumpe en las pesadillas, en los sueños, en esa vorágine que tanto entretiene al adormecido.