Capítulo 1.

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"En lo profundo de esa oscuridad mirando detenidamente, siempre estuve allí, preguntándome, temiendo, dudando, soñando sueños que ningún mortal jamás se atrevió a soñar antes."
-Edgar Allan Poe.

Se despertó con el mismo nudo en la garganta que la había acompañado durante meses.

Fuera, en el pequeño pueblo en el que residía, el cielo había se había cubierto de un leve tono grisáceo, como si el día aún no hubiese decidido ir a su compás. El sonido de la lluvia golpeando suavemente la ventana era casi hipnótico, y por un instante, como casi todos los días, bueno, como todos los días, deseó quedarse en la cama.

Escondida de todo y de todos.

Pero no podía.

Se sentó lentamente, sintiendo el frío del suelo bajo sus pies descalzos. El apartamento estaba en silencio. Un silencio asfixiante.

Caminó hacia la pequeña cocina, pasando junto a las cajas aún embaladas. Acababa de volver a su pueblo natal, el lugar dónde creció, pero la sensación de hogar no le impregnaba.

Vertió un poco de café en su taza, sin molestarse en encender las luces. Bebió el primer sorbo, amargo y fuerte, y miró por la ventana.

Tal vez no era la mejor vida, sin duda alguna no lo era, pero si estaba allí era por algún motivo, algún propósito debía tener todas las batallas que había ganado.

Suspiró. Otro día. Otra victoria de la vida frente a la muerte.

Pero la sensación de ser observada, esa constante inquietud en la nuca, nunca se iba del todo.

(...)

Katherine empujó la puerta del pequeño consultorio y el familiar sonido del teléfono antiguo que se encontraba en el mostrador hizo eco en la estancia.

El olor a lejía y otros productos químicos llenaba el aire, mezclado con una leve fragancia a café rancio que siempre se escapaba de la sala de los trabajadores. Colgó su abrigo en el perchero junto a la entrada y se ajustó el uniforme con un suspiro. Era una mañana más, idéntica a tantas otras.

—¡Chiquitina! —una voz madura la hizo girarse.

Sentadas en las sillas de la sala de espera, vio a dos mujeres mayores, conocidas de toda la vida. Eran amigas de su madre, que había fallecido hacía más de seis años. Marta y Elena, ambas con los rostros marcados por la edad, la miraban con esa mezcla de compasión y ternura que tanto detestaba.

A veces ver a esas mujeres le hacía preguntarse, ¿así luciría mi madre si aún siguiera aquí?

—Qué bueno verte aquí, corazón—dijo Marta, acercándose a ella para darle un abrazo.

Katherine lo aceptó, incómoda, aquellas mujeres siempre tenían una doble intención en todo lo que hacían.

Detestaba a la gente así.

—Gracias, Marta —respondió con una falsa sonrisa—¿Cómo están? ¿Todo bien por aquí?

Elena se levantó lentamente, con ese gesto juzgador que siempre había cargado con ella.

—Te pareces tanto a tu madre... —murmuró, y ella sintió cómo se le encogía el pecho.

No era la primera vez que oía aquel comentario y, acabada de volver al que en algún momento fue su hogar, ya se había mentalizado de que habrían pequeñas heridas que se reabrirían, aunque aquella era una enorme, que no lograba hacer cicatrizar.

—Gracias, es todo un cumplido—respondió incómoda.

Lo era, realmente era una enorme hermoso cumplido, pero tan hermoso como hiriente.

NIX.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora