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Daniel toma un rico desayuno preparado por Elisa. Vestido listo para el trabajo, espera que pase la hora para salir rumbo a tribunales. Su mujer, con una bata puesta, se sienta a su lado dispuesta a hablarle.
—Mi amor, tengo que informarte algo –le dice sumamente segura de sí misma.
Al hombre no le agrada mucho escuchar que su mujer tiene algo que informarle y no algo sobre lo cual pedirle autorización. —¿Qué pasa? ¿La monja ya se va?
—De eso mismo quería hablarte. Pasa que la hermana Amalia no podrá irse todavía. Ella aprovechará estos días aquí en Santiago para tomarse unos exámenes médicos. No se ha sentido muy bien de salud.
—Ese no es mi problema –responde Daniel—. Yo te dije que ella tenía tres días para irse de esta casa y ya lleva una semana metida aquí. Quiero que se vaya.
Elisa no puede creer la actitud que ha tomado su marido. ¿Realmente es un monstruo?
—¿Se puede saber por qué quieres que se vaya?
Daniel toma su taza de café para tomar un sorbo mientras piensa.
—Porque a mí me gusta tener mi espacio, mi intimidad y con esa monja aquí en la casa no me siento cómodo.
Elisa mantiene la calma.
—Mi amor, hace meses que no tenemos precisamente, intimidad. Tú me entiendes. No veo cuál es el problema de ayudar a alguien que está en necesidad.
—No me refiero a ese tipo de intimidad –responde el abogado, serio—. Quiero decir que a mí me gusta vivir con naturalidad dentro de la casa. Me gusta tener mi espacio. Con alguien más aquí, si quiero pasearme en calzoncillos, no lo puedo hacer.
—Por eso te digo que será por un tiempo no más, hasta que ella se vuelva al sur. Por favor, te lo ruego.
Daniel ve tan segura a su mujer que duda por un instante. Además, le encanta que Elisa participe ayudando a los demás, ese tipo de cosas son las que usa para aparentar con sus amigos cuando habla de su cónyuge. De todas formas, la incomodidad lo supera. Quiere a la monja fuera de la casa lo antes posible.
—¿Dónde conociste a esa amiga? –pregunta.
—Del colegio –responde ella.
Daniel toma su café matutino mientras piensa en la decisión que tomará.—No, definitivamente no. Me niego rotundamente –termina
de decir Daniel—. Ella se va hoy día mismo de esta casa. La despides tú o lo hago yo.
Elisa ya no aguanta más mantener su imagen de mujer sumisa. Tomando aire, está a punto de gritarle en la cara todo lo que hace años ha tenido guardado en contra de su marido.
—Si tú no quieres tener a la hermana Amalia aquí en esta casa es porque tienes problemas de conciencia. Te molesta que alguien te refriegue tus pecados en la cara.
Daniel se acerca a Elisa con una expresión intimidante, quien se arrepiente por lo que acaba de decir.
—¿Y qué pecados se supone me tiene que refregar la monja?
Mientras Elisa piensa si decirle o no a su marido todo lo que sabe, aparece en la habitación la hermana Amalia, vistiendo sus hábitos como de costumbre.
—Buenos días familia –dice la mujer, haciendo que el abogado deje de ofuscar a su mujer, sin que se le olviden las palabras que ella le acaba de decir. Daniel se limpia la boca con una servilleta, molesto.
—¡Hermana Amalia! –dice Elisa, acercándose a ella para darle un beso de buenos días—. Qué bueno que se levantó. ¿Cómo amaneció?
—Muy bien, hija –responde la chica, actuando—. No sabes cuánto bien me hace estar junto a ustedes, compartiendo. De seguro nuestro Señor Todopoderoso los sabrá recompensar de la mejor manera. A usted y al bueno de Daniel.
Tratando de disimular su enojo y el mal momento que acaba de pasar con su mujer, se acerca para saludarla. Pero Amalia, quien ya ha tomado confianza, se sienta a la mesa dispuesta a desayunar, dejando a Daniel con el brazo extendido.
Por su parte, Elisa sale a la cocina para buscar agua caliente, quedando Daniel junto a la monja. Un instante de silencio se produce entre los dos. El hombre se siente en la obligación de iniciar una conversación.
—Aprovechando que tenemos un tiempo para estar juntos, cuénteme hermana, ¿Cómo conoce usted a mi mujer?
—De la Iglesia –responde Amalia.
—Pero... –se pregunta dudoso Daniel, acordándose de los datos que le dio Elisa hace sólo un instante—. Mi mujer me dijo que se conocían del colegio.
Confundida, Amalia intenta arreglar el error. Su boca siempre le ocasiona problemas.
—Es que nosotras estudiamos en un colegio de monjas, donde participábamos de un grupo espiritual en la parroquia. La verdad es que pasábamos la mayor parte del tiempo en la iglesia rezando. Ahí formamos vínculos verdaderos. Podemos decir que en el amor de nuestro Señor nos conocimos.
—Entiendo –responde el hombre, comenzando a sospechar que algo de extraño tiene toda esta situación—. Elisa no me contó nunca de eso.
—Es que no fue un período tan largo.
Elisa entra al lugar cargando el hervidor, con el que pretende servirle agua a Amalia.
—¿Quieres más agua, mi amor? –le pregunta a Daniel.
—No, yo ya me voy –responde el hombre—. Ya estoy lo bastante atrasado como para demorarme más.
El hombre, rápidamente, toma su chaqueta, su maletín y un montón de carpetas y sale de la casa, dando un fuerte portazo tras de sí. Amalia y Elisa, al quedar solas, sólo atinan a mirarse.
—Estoy segura de que no se tragó el cuento de cómo nos conocimos –dice Elisa.
—Amiga, yo creo que llegó la hora de terminar con todo esto. Él no es para ti, lo mejor es que lo desenmascares y lo dejes ir.
Elisa sabe que ese momento se acerca.
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Ases y los cuatro diamantes
AdventureDiez años después de caer en una trampa que lo puso tras las rejas por un delito que no cometió, Benjamín, líder de una banda de ladronas de fama internacional conocidas como Ases, regresa para vengarse del italiano, un millonario responsable de sus...