Cap. 9 - Un hombre para la eternidad (5)

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Amalia va muy nerviosa al interior del auto que conduce Teresa. Preocupada por la enfermedad de la mujer, piensa en la forma de devolverle todo. Se suponía que robando no debería salir tan dañada la gente. Sólo es quitar dinero, nada más. En qué momento todo se le salió de las manos. En qué momento el sistema capitalista de este mundo se transformó en algo más humano. ¿Cómo es posible que a la gente se le arruine la vida por solo robarles dinero? Si el dinero en sí no existe, no es más que una ficción. Por qué está pasando todo esto.

Amalia no deja de pensar en todo lo que ha pasado. Sus convicciones políticas, todos sus ideales se ven alterados por su fe, sus ganas de no dañar al prójimo, por hacer el bien y nada más que el bien. Al parecer, piensa la chica, el fin no justifica los medios, cuando en el medio se daña a personas.

—De ti depende que mis últimos días de vida sean buenos – dice Teresa, desconcentrando los pensamientos de Amalia—. ¿Lo tienes claro?

—¡Deja de decir eso que me pones más nerviosa de lo que estoy! Si tengo claro que esto me saldrá más caro de lo que pensaba –responde Amalia—. Por Dios, soy un fracaso como delincuente. Te aseguro que soy la única estafadora en el mundo que siente pena por sus víctimas.

Teresa no responde.

 —¿Falta mucho para llegar? –pregunta la mujer, preocupada porque está en un barrio muy pobre.

—No, es aquí –responde Amalia, haciendo que la señora de su antiguo amante detenga el auto, sin entender mucho lo que pasa.

—¿Y dónde está mi dinero?
—Frente a tus ojos.
La mujer ríe, pensando que esto es uno más de los engaños de la colorina.

—No estoy entendiendo –insiste Teresa—. Una vez ya me trajiste a un barrio parecido a este y todo resultó ser una de tus mentiras.

Amalia ve pasar a dos niños a pies descalzos frente al lujoso auto de la mujer.

—¿Ves a esos dos pequeños?
—Sí.
—¿Qué pasaría si te dijera que hay días en que esos niños no tienen un plato de comida para servirse?

—Pobres –responde Teresa—. Esa es la suerte que les tocó a algunos, pero la verdad, no es de mi incumbencia.

—¿Y si te dijera que su padre los abandonó y que con lo que gana la madre recogiendo cartones no le alcanza para comprarles, ni siquiera, un par de zapatos?

—¡Ay Amalia, basta de rodeos y dime de una vez por todas dónde está mi dinero! –Dice molesta la mujer—. ¡Me importa un bledo lo que ocurra con esta gente!

—Tú dinero lo repartí entre todos estos hogares. Se lo di a gente que tiene necesidades de verdad.

Teresa no lo puede creer. Sus labios comienzan a tiritar de puros nervios y rabia. Sin saber cómo reaccionar, sólo atina a pegarle una fuerte cachetada a Amalia, quien se mantiene en silencio.

—Si crees que tu bondad me emociona, estás muy equivocada. Yo no tengo por qué pagar por culpa de esta gente que ha tenido mala suerte en la vida. Quiero mi dinero de vuelta y es eso lo que vas a conseguir –dice Teresa, muy alterada—. Me voy a morir Amalia, por tu culpa.

Un momento de silencio se produce en el lugar.
—Ahora bájate de mi auto, necesito estar sola.
—Pero cómo me voy a ir.
—¡Bájate con tus amiguitos! A ver si te pasan algo de plata para que puedas regresar a tu casa.

Sin mayores insistencias, Amalia obedece a la orden de Teresa y se baja del auto.

—Y por favor, si quieres seguir ayudando a los pobres, hazlo trabajando y no robándole a personas inocentes que no tenemos nada que ver con esta clase de gente –termina de decir Teresa antes de que Amalia cierre la puerta del auto.

Amalia mira hacia el cielo. En ese momento, un fuerte trueno se siente a lo lejos, minutos después comienza a caer una espesa lluvia que moja a toda la gente de Santiago por igual.

La chica ve partir el auto de Teresa, quedando parada bajo la lluvia, empapando su larga cabellera rojiza. Sin saber cómo salir de ese lugar, toma su teléfono celular y marca el único número que se sabe de memoria, no sabe por qué.

Comienza a llorar. 

Ases y los cuatro diamantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora